EL IMPULSO Y SU FRENO
TRES DECADAS DE BATLLISMO
Carlos Real de Azúa
Extractado del texto de Ediciones de la Banda Oriental, Colección “Reconquista” impreso y publicado en Uruguay, 1964, con comentarios del Lic. Federico Blixen siempre entre paréntesis e indicando el final del mismo con las letras de sus iniciales FB antes de cerrar el paréntesis. Notas al pie de página del autor señaladas como “Nota al pie de página número .....” .
Advertencia del autor (Real de Azúa, 1964: 7-8, FB)
A fines de 1963, el grupo de amigos compuesto por Hiber Conteris, Julio de Santa Ana, Julio Barreiro y Emilio Castro me solicitó la redacción de las páginas que siguen. Planeaba, para el número 4 de la revista cultural protestante “Cristianismo y Sociedad”, un examen conjunto de los movimientos políticos que a principios del siglo presente dieron la pauta del progreso cívico y social iberoamericano así como de las causas de su posterior descaecimiento. Es comprensible que en una nómina no muy taxativa, resaltara, junto al Radicalismo argentino y al Partido de la Revolución Mexicana, el Batllismo uruguayo.
Dificultades inherentes a tales proyectos decidieron que mi trabajo apareciera solitariamente en ese número 4 y que, por su desmedida extensión para la magnitud de una revista, lo hiciera en forma fragmentaria. Me interesa, pese a ello, destacar que no es un estudio de o sobre el Batllismo sino, más precisamente, sobre su dinámica política, sobre su ascenso y declinación y los factores que me han parecido relevantes para explicarlas. Por eso no tiene otra aspiración que la de sumarse a los ya variados enfoques –biográficos, históricos, económicos- que sobre el tema existen y es bien consciente de los vacíos que presenta, entre los que me adelanto a señalar la política internacional, militar y cultural del Batllismo así como las correlaciones de éste con el proceso de urbanización del país.
La índole general –y generalizadora – del trabajo no admitía las muchas corroboraciones que cada afirmación fundamental exigiría; me parece obvio manifestar que a todas las realmente “discutibles” estoy en condiciones de defenderlas.
Un poco por proclividad natural y por posibilidades y otro poco por haber sido las más desatendidas, subrayo más de lo que ha sido habitual hacerlo los factores políticos y los de carácter histórico-cultural e ideológico. En todos los puntos de índole económica y social siento fuertemente –en cambio- la tentación de remitirme a la mayoría de los trabajos que han estudiado esas modalidades de la época batllista, tales los de Francisco Pintos, Vivián Trías, José C. Williman (h), Ricardo Martínez Ces, Germán Rama y otros. Tratando fenómenos de naturaleza cuantitativa o de expresión cuantificable, el material estadístico que ellos suelen presentar suple ventajosamente la ausencia de corroboraciones que a este ensayo afecta y que, de haberla subsanado, hubiera pasado a ser otra cosa. Vale aquí la pena de observar que en los autores citados se hace sentir algunas veces la falta de una debida comparación entre las cifras del período examinado y las de los que le precedieron y siguieron, único medio, al fin, de fijar ritmos de crecimiento y no imputar a una política determinada lo que fue el resultado del desarrollo natural del país.
Debo agregar, por último, que habiendo sido redactadas estas páginas pensándose en un lector previamente desentendido de la realidad presente e histórica del Uruguay, quien eventualmente recorra el texto, deberá disculpar muchas menciones que podrá encontrar pleonásticas, si es que a un público local se le supone dirigido.
I. Un supuesto, una evidencia y demasiadas variables (Real de Azúa, 1964: 9-14, FB)
Resulta una tarea intelectual muy complicada, muy llena de bemoles contestar la pregunta que provoca este planteo. Pues si se lanza la pregunta: ¿por qué se detuvo el impulso progresivo que un partido –el Batllismo – imprimió al Uruguay en las primeras décadas de este siglo? (Cursiva en el original, FB) tanto las dificultades metódicas como las reacciones pasionales se presentarán en bandada. Para comenzar con las segundas, muchos fieles que ese partido conserva, y sobre todo los remanentes de su “guardia vieja”, negarán tajantemente la realidad de hecho que ya supone la interrogación; otros señalarán –altivos, desentendidos- que si la cuestión es pertinente es porque el país no fue fiel, o bastante receptivo, a los postulados y a la acción de Batlle.
No es posible, ahora, juzgar conclusivamente estas dos excepciones. Y si la réplica a la última se confunde con todo lo que deberá ser reflexionado, la inicial, que descarta toda vivencia de “crisis nacional” no se rearguye: sólo se descarta con la evidencia dolida de hasta qué punto todos los uruguayos medianamente sensibles sentimos aquélla (Nota al pie de página número 1: No faltará quien afirme que la segunda comprobación es uno de esos clásicos productos del “wishful thinking” que cada consulta electoral desmiente. No resulta, empero, muy audaz afirmar que asistimos con esto a un fenómeno de verdadera esquizofrenia política: la mayoría de los uruguayos vota cada cuatro años en carriles conformistas y viven, después, a lo largo de ese cuatrienio, en una sardónica, inorgánica, mortecina rebeldía: así actúan en el plano privado, y sobre todo en el gremial. Queda, claro, la tenue conformidad de que, con todo, “en otros lados están peor” (Latinoamérica en vista) y de que “por lo menos hay libertad”. Otros rasgos de esta actitud se examinarán después, aun con la plena conciencia del convencionalismo que representa manejar un hipotético y prototípico “uruguayo medio”).
De cualquier manera, relacionar determinada situación colectiva con la responsabilidad de una fuerza política es extremadamente embarazoso. Mientras la experimentación tenga en historia y ciencia social un ejercicio tan endeble y tan restringido a pequeños grupos serán puramente tentativas nuestras respuestas a muchos interrogantes que la vida de los hombres plantea.
En lo que es atañedero a la interrogación inicial, creo que son, sobre todo, tres, los que exigirían ser despejados.
Uno: la de hasta qué punto la dialéctica interna de un movimiento político se mueve sin trabas en cierta dirección o, por el contrario, son factores externos, supervinientes, fuera de su alcance, los decisivos.
O, usando términos distintos: ¿hasta dónde tiene “realidad”, juzgar en el vacío un experimento histórico social?
Pero aun ¿hasta dónde ese movimiento político moldea una sociedad al punto de determinar que todos los trazos de ella sean una consecuencia de esa operación?
En tanto estas ambigüedades no puedan disiparse, parecería lo más prudente concluir que no existe en tal situación de descaecimiento una clave intrínseca al partido mismo y por el contrario, el agotamiento de un impulso se juega en una serie de interacciones entre el partido actuante y “la circunstancia” en que lo hace. Considerar los ingredientes de esta última como distorsiones, “factores disfuncionales” no resulta, sobre todo, equitativo; tácitamente, ello importaría suponer el derecho a la mediatización de toda una sociedad para la acción de una fuerza predestinada. Tal suposición, que es común a una mentalidad totalitaria, ni la visión histórica del Batllismo la tolera ni sus dirigentes o sus masas llegaron nunca al punto de reclamarla.
Si se presume que el país no fue bastante receptivo a “la obra de Batlle”, ello lleva implícito que si esa obra merecía más completa recepción es porque, entre otras cosas, respondía a las necesidades naturales del Uruguay y a su destino. Por otra parte, y en el caso concreto que aquí se indagará, las tesis del “monopolismo” y el “protagonismo” del Batllismo (así alguna vez las llamamos) son difíciles de mantener: un análisis histórico medianamente atento no sostiene la convicción de que Batlle y Ordóñez lo haya hecho todo y de que su partido –y esto es de especial evidencia en el rubro de la libertad política y “la verdad del sufragio” – promovió todas (Cursiva en el original, FB) las obras que dan timbre a esta etapa. Tales inferencias (para lo que aquí interesa), tienden todavía a complicar la cuestión, pues hacen que no pueda indagarse en la dinámica de ese período sin entrar en el examen de esas fuerzas y factores concomitantes que fueron los otros partidos –el Nacional sobre todo- y el equilibrio precario pero efectivo, a que entre ellos llegaron.
Tampoco –todavía- y esto sin negar radical, peligrosamente la espontaneidad decisiva de lo político y su fuerza modeladora, puede descartarse enteramente que un movimiento partidario no sea expresivo (en buena parte) de condiciones y predeterminaciones de una sociedad dada; imputar todos los rasgos de ella a una trayectoria cívica, por mucho que ésta aparezca profunda y radical, es un desenfoque acechante, nada fácilmente evitable.
En lo que tiene que ver con el Batllismo y con el Uruguay, nacidas de una motivación propagandística pero también impregnadas de romanticismo histórico, las dos posibles injusticias recién aludidas han sido jaqueadas desde hace más de veinte años por cierto determinismo que insistió –como también aquí se hará de pasada- en las especiales características de la colectividad uruguaya y sus tendencias inmanentes. Muy recientemente, un historiador norteamericano, Milton Vanger, en su sólida monografía: “José Batlle y Ordóñez: the creator of his times” (Harvard University Press, 1962) retorna en cierta manera a la posición original. Pero si su actitud, debe decirse, resulta saludable en cuanto a reivindicar la libertad creadora y la contingencia de la acción política; si posee eficacia polémica contra algunos estereotipos de impregnación pseudo-marxista, difícil es, con todo, considerarla definitivamente persuasiva. Esto es por lo que soslaya –es probable que a causa de un imperfecto conocimiento de nuestro siglo XIX – la muy especialísima nación americana que el Uruguay, a lo largo de esa centuria, fue siendo.
Pero antes de esbozar sus rasgos hay que volver a la interrogación. La interrogación –precisábase-, es la de por qué se frustraron ciertos movimientos que a principios de siglo dieron la pauta de algunas naciones iberoamericanas. Resulta lógico, entonces, fijar cuál era esa pauta, qué significaba el “progresismo” (o lo “progresivo” que, por muchas razones, que resultaría aquí ocioso explicar, preferiríamos).
Hacia principios de siglo es indudable que en cualquier lugar del mundo se calificará de “progresista” un movimiento que desplace la hegemonía social de los sectores agrarios tradicionales a los burgueses o mesocráticos abriéndose desde ahí, por vía evolucionista, en forma más o menos franca o tímida, al “derecho social”, a la tutela de los sectores trabajadores, a su protección por medio de una eficaz legislación laboral. Tampoco será infrecuente que ese “progresismo” implique determinada política de nacionalización y estatización de algunos sectores de la vida económica mientras en lo político representará un movimiento que afirme la continuidad rigurosa del aparato institucional del Estado, que consolide el principio de “legalidad”, que haga efectivas ciertas convenciones de la “representación”, que tolere la multiplicidad de partidos y su efectivo funcionamiento, que asegure a todo ciudadano un círculo más o menos ancho de derechos y de garantías. En el plano educacional, para seguir, significará la difusión y universalización de la enseñanza escolar y media, una tendencia que conducirá a afirmar las notas –en cierto modo inseparables- de obligatoriedad y gratuidad.
Calando más hondo, hay probablemente una serie de rasgos, difusos pero efectivos, que hacia esos tiempos reclamarán el término de “progresista” para un régimen que se asiente en zona céntrica o periférica del mundo. Son, por ejemplo, el reemplazo de las estructuras militares por las civiles; de las agrario-campesinas, por las urbanas e industriales. O la sustitución de vínculos desde lo comunitario y estamental a lo individual y contractual. O la de las pautas desde lo espontáneo e intuitivo a lo racional y deliberado. O la de los valores, desde lo religioso y tradicional a lo científico y “moderno”. Y en el caso de las entidades nacionales globales, resultará también el “progresismo” la disipación (parcial o total) de muchos trazos diferenciales del “ente-nación”, su relevo por patrones deliberados y ubicuos de humanitarismo universal, de solidaridad e identificación sin fronteras. De alguna manera, paradójicamente, esta corriente de apertura no parecerá contradictoria con el esfuerzo por romper los lazos que mediatizan a tutela y explotación extranjera numerosas naciones, lo que implica más allá del puro formalismo político de la independencia, devolverle al pueblo de cada comunidad tanto la libre elección de su destino como el pleno disfrute de sus riquezas.
Pero si se recorta con cierta precisión el antedicho concepto es porque planteándose el problema del agotamiento de los movimientos políticos que dieron fisonomía progresista a ciertos países americanos en el primer tercio de este siglo – cabe que la cuestión se despliegue en dos y hasta en tres interrogaciones:
1. De si eran –y lo era el batllismo- tan progresistas como es habitual creerlo, todo de acuerdo a los cánones anteriormente fijados.
2. Si aun, positivamente establecido que lo fueron, el movimiento de la historia –o su despliegue dialéctico (como ya es usual decirlo) – no puede haber dotado de equivocidad ese “progresismo”, no puede haberlo hecho ambiguo hasta determinar que sus efectos hayan devenido factor de estancamiento, de agotamiento y hasta de involución.
Sea. Pero todavía al margen de esta inquisición quedaría otra. Y es la de si con relativa regularidad, no suelen darse entre los móviles y los resultados una inocultable divergencia. O, para emplear un ejemplo de lo que ha de ser nuestra materia de reflexión: la de si aquel auténtico populista que Batlle fue, echó las bases de una comunidad lo suficientemente dinámica como para cumplir con eficiencia creciente la tarea de llevar a la altura histórica los sectores humildes y desposeídos. O la de si, por el contrario (para usar el aforismo escéptico), no se dio el caso de que mucho de nuestro actual desvencijamiento nacional, no se ha empedrado (justamente) con todas aquellas buenas intenciones, (Clara, aunque delicadamente sugerida, alusión al conocido proverbio “De buenas intenciones está empedrado el camino al infierno”, FB) todos aquellos limpios, insobornables propósitos.
Ante tal despliegue de posibilidades, el autor de estas páginas se siente llevado a afirmar que su actitud inicial ha sido la cautela, la voluntad de enfrentar el problema sin esos prejuicios que en este caso representarían su mismo inescapable compromiso de ciudadano y aun las variadas ocasiones en que ha opinado sobre este sector de la historia del país. Ecléctica podría llamarla alguien: en el registro de causas posibles puede recoger también el sinónimo de “probabilista”. No cree tampoco –lo adelanta- que haya ninguna clave oculta, inédita, sensacional, ni que la verdad del diagnóstico pueda alcanzarse por otras vías que por una acumulación concienzuda de rasgos. Siempre, claro está, que éstos sean suficientemente importantes, que resulten lo estratégicamente influyentes que es menester.
II. La lámpara empañada. (Real de Azúa, 1964: 15-19, FB)
“Utopía”. “Welfare State”. “El laboratorio del mundo”. “La Suiza de América”. “El Paraíso de los locos” (también). Hasta nuestros días –prácticamente- la singularidad extrema del cuadro político-social uruguayo ha atraído atenciones (a veces minuciosas), ha despertado fervores, ha suscitado animadversiones en apariencia desproporcionadas a nuestra entidad como nación. Si la opinión progresiva mundial adhirió a los primeros rótulos (de los que algunos fueron de factura local), los intereses conservadores anglosajones se apegaron, en algún momento, y con fruición, al último, sin duda craso y malhumorado. En los años que corren, estudiosos extranjeros (caso de los norteamericanos Simon Hanson, Philip Taylor y Milton Vanger, del inglés George Pendle, del sueco Göran Lindhal) han parecido de nuevo ganados a una fascinación que se creía disipada, por más que en ellos ésta se haya vertido en estudios rigurosos. (Aunque sea un rigor que no descarte a veces implicarlos tan plenamente en la circunstancia nacional como si fueran uruguayos cabales). (Nota al pie de página número 2: Philip Taylor: “Government and Politics in Uruguay” (Tulane University); Simon Hanson: “Utopia in Uruguay” (Oxford University Press). De los tres restantes se hace referencia directa en el curso de estas páginas).
Resulta muy probable que cierta candidez partidario-patriótica sea muy capaz de ilusionarse con tales síntomas. Cabe observar, sin embargo, que el interés de estos universitarios –todos del área noratlántica- es esencialmente científico y que hoy es el mundo entero el que se encuentra bajo el lente hurgador de temas para una fabulosa producción de tesis académicas. Y ese propio comprometerse en el asunto manejado que todos aquellos atestiguan, puede ser sólo una expresión de la creciente universalización de los dilemas políticos fundamentales. (Una “universalidad” bastante transparente en el Uruguay y, sobre todo, en el período que ellos estudian).
Cuatro o cinco exóticas golondrinas, entonces, no hacen verano y, si hubiéramos de trazar una curva: la de la publicitación de la originalidad uruguaya, sus trazos más altos se encontrarían mucho más atrás. Digamos, alrededor de la tercer década del siglo, en las “entre-deux-guerres”, a veinticinco años de nuestra situación. Más adelante poco se halla y lo que se ofrece cambia de tono, pasa de lo ditirámbico a lo neutro y de lo neutro a lo aprensivo. Incluso, vale la pena marcarlo, un libro tan equitativo como la excelente monografía de George Pendle sobre el país perdió, desde la segunda edición (Nota al pie de página número 3: London, 1952; 2ª., 1957.) su aprobatorio subtítulo de South America’s first Welfare State.
¿Qué es lo que ocurre (o lo que ya ha ocurrido)?
No me cabe duda de que fue en el Uruguay que tal reflujo del orgullo y la confianza comenzó y, obviamente, él no podía haberse iniciado en otra parte. Pero retrazar su curso es, a la vez, endiabladamente fácil y difícil para quienes –como el que esto escribe- tal proceso ha sido el centro mismo de su experiencia de lo nacional. (Tal vez una forma un tanto alambicada de poner sobre el tapete la famosa dualidad sujeto-objeto, tan cara a la Filosofía, señalada por Aristóteles y otros, que en cuanto a la facultad de juzgar, resume con la sentencia de que de ordinario es uno mal juez en causa propia, FB)
En realidad, cuando cayó el Batllismo en 1933, barrido por un golpe de Estado tramado, empujado desde sus propias filas, el Uruguay, que había contribuido a modelar, estaba demasiado cerca como para jerarquizar lo sustancial de lo accidental. La división ideológica mundial se había hecho –por otra parte- demasiado acuciosa y en el frecuente azoramiento y confusión en que ella hizo caer a las minorías responsables del mundo marginal, (A propósito de esta absoluta confusión, por no decir sumisión, de los intelectos del “mundo marginal” y específicamente de Hispanoamérica, permítasenos reproducir este inmortal párrafo del Profesor –con mayúscula- Guillermo Vázquez Franco, 1994:99-100: “..... San Martín, en carta a Tomás Godoy (mayo de 1816) casi desespera del porvenir. Y aun tratándose del Gran Capitán, lo amilana la extensión del territorio, se siente desbordado por las dimensiones, es más pequeño que el espacio. Mientras tanto, la dirigencia brasileña no trepida acumulando tierras; antes Jefferson, en uno de sus formidables golpes de audacia, había comprado (literalmente comprado) la Luisiana en un negocio, casi mano a mano con Napoleón. Estas cosas explican muchas cosas. Mientras tanto, en las amilanadas colonias hispano-parlantes, todo estaba por hacer, sin saber cómo ni qué, a partir de una anomia generalizada; carecían de vocación para la Historia, ineptas, incompetentes para asumirla y protagonizarla, para vivir históricamente, no hacen la Historia, sólo la padecen; son el basurero de la Historia, encerradas en una trágica aporía”. El término “aporía”, de origen griego, significa por lo común “problema”, “dificultad”, “duda”, a veces también “penuria” o “pobreza”. FB) el dualismo violento del Batllismo y sus rivales triunfantes se mediatizó esencialmente al conflicto de democracia y totalitarismo, de fascismo y antifascismo, de dictadura y legalidad en que aquélla se desplegaba sin matizaciones. Mal momento entonces para apreciar la impronta uruguaya del Batllismo tal ruido y tal furia, tal inyección de los cerebros con lemas tan ambiguos y estridentes (lo que no quiere decir que siempre vacíos de toda sustancia).
Por eso fue después de 1945 –una fecha que suele aceptarse como hito simbólico de emergencia de una nueva generación- que empezaron a verse el, o los problemas. Cuando, disipada la amenaza más contundente, los móviles ideales de la contienda universal revelaron su endeblez y una promoción ideológicamente más relativista advino, el tema de la estagnación de la vida nacional –recién entonces- comenzó a organizarse.
Porque esa fue la primera evidencia: estancamiento, lasitud, involución, raquitismo escondido de todo lo que se nos había mostrado tenso y uberoso. El mismo diagnóstico de nuestros países, que los economistas del desarrollo comenzaban a esbozar en esos años, se hizo presente para nosotros en todas las manifestaciones de la vida nacional. Todavía no se desplegaba la triste elocuencia de las cifras y de porcentajes pero, por delante de ellas, todo cobraba una apariencia de fraude, de presunción, de quiero y no puedo, de complicidad vergonzante y equívoca. Era lo mismo si mirábamos lo político (“la democracia perfecta”) que lo social (“el laboratorio del mundo”), que lo cultural (“la Atenas del Plata”), que lo económico (“el país pequeño pero rico”).
Como en el apólogo del medioevo español, nadie parecía atreverse a decir de “los burladores que ficieron el paño” que nuestro orgulloso país estaba mucho más desnudo de lo que pensaba, que muchos (ya) sentíamos frío.
Este estado de ánimo fue creciendo y los hechos mismos lo empujaron. Como la inteligencia clama por explicaciones, muchas se dieron de lo que se veía en torno. Algunas de ellas, es difícil negarlo, cargaron demasiado las tintas, por aquello de que en el principio de estos estados de conciencia es siempre la autoflagelación desmedida. Y también es claro que por su importancia histórica, por estar de nuevo en el candelero orondo y sin complejos, se idearon varias imputando en el Batllismo la responsabilidad de lo ocurrido en ese decisivo primer tercio de siglo.
Para la crítica marxista, la revolución nacional burguesa (pequeño-burguesa) que el Batllismo representó, fue demasiado endeble para dejar pasar a la revolución proletaria que la hubiera completado; a veces, también, parece aflorar subconscientemente la opinión contraria: esto es, de que fue demasiado perfecta, demasiado conclusiva como para franquear con facilidad a lo que considera su debido epílogo. (Nota al pie de página número 4: No parece dudoso que, tanto una eventualidad como la otra implican una perplejidad, por no decir una amenaza, a ciertos esquemas marxistas demasiado seguros.) Para todos los que a las estructuras miraron, el no tocar el latifundio, el congelar la organización agraria fue el pecado mayor. Para otros (parece ser la sustancia de un reciente planteo de Germán Rama) el ser un movimiento de clase media, de pequeña burguesía, cargó al Batllismo de las limitaciones, las contradicciones, las inviabilidades de cualquier proceso por ella asumido. Para muchos menos (es el diagnóstico de Servando Cuadro y de Roberto Ares Pons) la debilidad esencial no estuvo tanto en las estructuras como en la inspiración filosófico-cultural de ese Uruguay aluvial y no sólo batllista: el racionalismo, el individualismo, el hedonismo ramplones que la informaron, el desconocimiento de “la naturaleza religiosa y trascendente” del hombre, la ceguera a la dimensión trágica del mundo y de la historia. Alguno recordó la frase de un penetrante exilado boliviano: por ir más adelante nos habíamos quedado más atrás, lo que quizás pueda explicitarse que esclerosándonos en una relativa, aceptable forma no contábamos con la maleabilidad de otros países de nuestro continente, más ricos, infinitamente más ricos que nosotros no sólo en riquezas materiales sino en capacidad de empuje, aventura y esperanza, también más capaces de saltar desde su barbarie a la edad de la automatización y la organización de masa que nosotros, que este Uruguay envarado en su raída elegancia de 1920. Y todavía otros (pienso en Arturo Despouey) insinuaron la deficiencia de una perfección –o una excelencia- “circuidas”; Montevideo contra el telón de un país intocado: el Uruguay (entero) sobre el trasfondo de una Hispanoamérica encadenada y dramática.
Pues como lo probarían las dos últimas hipótesis, fue justamente en el contraste con ella que, paradójicamente, las que habían parecido seguras calidades comenzaron a resultar ceguera, egoísmo, vanidad, fundación sin raíces y hasta sin tierra nutricia en la que asentarse.
III. El país y la obra (Real de Azúa, 1964: 20-37, FB)
Porque esa disimilitud con el resto del continente era, y siguió siendo –como puede recapitularse-, impresionante.
Desde el punto de partida, cuando algo parecido a la “época batllista” era una pura contingencia, ya se daban claras, evidentes ventajas.
Exenta de todas las extremosidades de la naturaleza americana: fríos y calores insoportables, cordilleras que aíslan países y regiones, selvas impenetrables y desiertos, extensión desalentadora; poblada por un contingente humano blanco (“caucásico” gustaba decirse), homogéneo, sin mezclas perturbadoras de razas ni el lastre (parecía unánime que lo era) de masas indígenas o negras; salvada, por una conjunción feliz de meteoros, de todas las maldiciones histórico-sociales que tanto pesaban sobre buena parte del continente.
Frente a la mayor parte de las naciones latinoamericanas, ordenadas en estratificaciones sociales rigurosas, dominadas por una clase terrateniente semifeudal, por una poderosa casta militar y una Iglesia inmiscuida en todas las minucias de la vida secular, el Uruguay del 900 presentaba el espectáculo de una sociedad secularizada, mesocrática, civil. Nada de una clase media enteca y apocada ni de un pueblo infra-proletarizado y campesino misérrimo, pasivo, sino dignidad en éste y naciente conciencia de clase en el sector medio, unido a un incipiente propósito de acrecentar su peso en la dirección política de la nación.
Sumada a las condiciones especiales de un “buffer state” y a un territorio sin riquezas extractivas ni agricultura de plantación, nuestra relativa lejanía de las zonas más trabajadas hacia esos tiempos por la penetración norteamericana, decidieron también la condición singular de un país más libre, más emancipado que casi todos los restantes del continente de toda forma realmente crasa, realmente opresiva, de dominación imperialista. (Nota al pie de página número 5: Lo dicho no importa disminuir la entidad, muy a menudo soslayada por cierto antimperialismo unilateral, de nuestro atornillamiento a la economía británica.)
Por todo ello, más el agregado batllista, la República Oriental del Uruguay resultaba hacia el fin de la segunda década de esta centuria una excepción, una experiencia impar en el cuadro de las casi veinte naciones que al sur de los Estados Unidos cumplían a tropezones su trayectoria histórica.
“País de las cercanías”, hemos llamado algunas veces al nuestro. De “la cercanía física”, pequeña superficie y una naturaleza (como decía nuestro poeta mayor) “a la mano del hombre”. De la “cercanía social”, todo lo relativizada que se quiera, pero efectiva, si se comparan niveles de vida y concentraciones y dispersiones del ingreso con los de otras naciones americanas. De la “cercanía cordial” también habría que hablar, en una comunidad que por debajo de un aparente y riguroso clivaje partidario tiene una tradición histórica común y virtualmente unánime en una figura como Artigas tan claramente superior al tipo de las que en otros países de América alimentan la polémica y la escisión interminable. (Párrafo falso por donde se lo mire. Artigas era claramente inferior, tanto en estatura intelectual como moral, a José de San Martín, sin duda el más preparado –en todos los órdenes- de los militares de la independencia americana, e inclusive del ya más cuestionado Simón Bolívar, quien es de todos modos, héroe de tres países iberoamericanos, Venezuela, Colombia y Bolivia, de quien incluso tomó su nombre. Pero al valorar este párrafo debe tenerse en cuenta el año en que éste fue escrito; 1964; precisamente el año del bicentenario de su natalicio; yo recuerdo, contando con sólo 9 años de edad, un ambiente de tremenda efervescencia, en la escuela, en la calle, con enormes murales de –por ejemplo- el Frente Izquierda de Liberación, FIDEL, rotulando “Con el Frente Izquierda Artigas volverá” proliferando, en fin, interpretaciones y reivindicaciones coloradas, blancas, nardonistas, comunistas y otras muchas, a cual más antojadiza, de sus dichos atribuidos, muchos de los cuales fueron escritos, como se sabe –si no directamente ideados- por su secretario, don Miguel Barreiro, a quien, por otra parte, Artigas condenó a muerte en 1816, sin que dicha sentencia fuese, felizmente, ejecutada. Mucho más habría para decir, por supuesto, pero desde los años sesenta hasta el presente se aprecia un sostenido declive de esa figura; acelerado, según creo, por la visión artiguista impuesta por la dictadura militar, la cual, con su descrédito, podría parafrasear un poema de un gran amigo mío, “No sé por qué, envilece cuanto toca”. Sea como sea, un libro como “La historia y sus mitos” de Guillermo Vázquez Franco, publicado en 1994 por la Editorial Cal y Canto, jamás hubiera podido ser, no ya escrito, sino siquiera concebido, treinta años atrás, en el tiempo en que Real de Azúa escribió este libro; y tampoco la jocosa canción “La noche que Artigas se emborrachó” cantada allá por 1987 por el posteriormente disuelto “Cuarteto de Nos”. FB) Asimismo, por fin, más fácil, más habitualmente asentada en la participación de muchas proclividades, manías, vicios, maneras y devociones tan cabalmente comunes (las de deportes únicos, no clasísticos son unas) que ninguna barrera de fortuna o de cultura puede resistirlas.
Todas estas saludables disposiciones estructurales se veían, empero, identificadas –o tal vez fortalecidas, aseguradas, custodiadas- por una obra política cuya coherencia, continuidad y efectividad no presentaban tampoco parangón en otros países del hemisferio.
Este es el hecho que sobre todo importa certificar pero también significa mucho que varias de aquellas condiciones ya vinieran alentadas como ya decía, desde el país criollo del siglo anterior. Creo que este es especialmente el caso de la clásica falta de impositividad de una Iglesia jaqueada desde el principio por el auge liberal y fuertes minorías no tradicionales. O el de un ejército escaso y que sólo cumplió por sí mismo un golpe de Estado (el del 15 de enero de 1875). O aun el de esa estructura económica (y una clase propietaria) sujetas al incesante remezón de la guerra y la ruina y carente –al mismo tiempo- de una masa humana cuantiosa y subordinable como la que existió en los primeros virreinatos. O, por fin, el de un país privado de esos caudales mineros, que han incitado, más que ningún otro señuelo, la piratería imperialista en nuestro continente o en otros.
Pero por mucho que tal despliegue resultara alentador, es indudable que también haber alcanzado la estabilidad política y el orden administrativo y financiero logrados tras 1900 nos inmunizaron a otros males posibles (y con esto comienza un brevísimo recuento de la obra batllista).
(O este párrafo es un craso error, o la fecha que en él se indica como inicio de “estabilidad política” debe tomarse en un sentido muy general. En realidad, la estabilidad política y económica, de hecho, sólo se fue logrando tras la derrota de la última de las revoluciones de Saravia, en setiembre de 1904, en una guerra civil que fue, a no dudarlo, la más sangrienta de todas, ya que los medios de destrucción –y también los conocimientos técnicos para manejarlos - habían alcanzado un grado de desarrollo desconocidos en anteriores revoluciones. Sin demasiada pretensión de exhaustividad, veamos algunos de los combates que tuvieron lugar en esa guerra, en algunos casos con un muy aproximado balance de víctimas, para que el lector aprecie hasta qué punto este párrafo de Real de Azúa está redactado con frivolidad y descuido:
***4/1/1904.- Combate de Paso Calatayud.
***5/1/1904.- Combate de Estación Ataques. Aparte de un número indeterminado de muertos y heridos, el ingeniero Carmelo Cabrera hizo volar los puentes del ferrocarril del lugar.
***9/1/1904.- Combate de La Ternera.
***10-11?/1/1904.- Combate de Las Pavas y Sierra de Sosa entre los hermanos José y Cesario Saravia y el general gubernista Justino Muniz.
***14/1/1904.- Batalla de Mansevillagra (Acevedo) o Mansavillagra (Mena Segarra) entre el ejército gubernista al mando de Justino Muniz, quien triunfó, y el revolucionario al mando de Aparicio Saravia. Acevedo (1934-V: 272) “En su parte oficial decía el general Muniz que había infligido una derrota a las fuerzas revolucionarias, causándoles más de 60 muertos”.
***15/1/1904.- Batalla de Illescas (y otros combates en días sucesivos). El ejército gubernista de Justino Muniz derrotó nuevamente al revolucionario comandado por Aparicio Saravia. Mena Segarra (1977: 159) “...a duras penas el General (Saravia) logró contener el pánico causado por los destrozos de cuatro horas de fuego graneado y convertirlo en una retirada en orden, pero se había perdido una buena porción del parque ya exiguo. Los perseguidores se conviertieron en perseguidos y mientras se encaminaban a Melo, la retaguardia, comandada por el caudillo en persona, contenía con tenacidad las acometidas del enemigo en numerosos combates de retardo: Molles del Pescado, Paso Real del Monzón, Santa Rita y Cara de Potro, Las Palmas, Paso del Gordo del Cordobés, Pablo Páez, Paso de Canané sobre el Tarariras, Paso de la Arena del Fraile Muerto. Fueron siete días y doscientos quilómetros de pelea casi ininterrumpida, pero la mejor dotación de caballos (del ejército revolucionario, le) permitió siempre desprenderse a tiempo”.
***31/1/1904.- Batalla de Fray Marcos. Acevedo (1934-V:272) “La acción de Fray Marcos fue...un triunfo del ejército revolucionario. La división de Canelones, compuesta de 1.700 hombres bajo el mando del general Melitón Muñoz, se desbandó a los primeros tiros, abandonando dos cañones. El Gobierno destituyó al general Muñoz, por haber desobedecido las instrucciones militares que había recibido”.
***2/3/1904.- Batalla de Paso del Parque del Daymán. Acevedo (1934-V: 273) “En el Paso del Parque del Daymán el ejército revolucionario, compuesto de 7 a 8.000 hombres, tuvo 100 muertos y 300 heridos, y el ejército del general Muniz, compuesto de 4.500 hombres, tuvo 70 heridos, todo ello según este último jefe, quien agregaba que los revolucionarios habían sufrido una derrota y que habían perdido los cañones abandonados por el ejército del general Melitón Muñoz en Fray Marcos. Los informes de los heridos recogidos en el campo de batalla, arrojaban cifras más altas: 700 bajas, correspondiendo al ejército de Muniz 80 muertos y 120 heridos y al ejército de Saravia 150 muertos y 350 heridos”. Los muertos pueden, pues, cifrarse entre 200 y 250, y los heridos entre 500 y 600.
***(probablemente abril de) 1904.- Combate de Sierra de la Aurora entre la división saravista de Basilio Muñoz y la gubernista a cargo de Julio Barrios.
***20/5/1904.- Batalla de Paso de los Carros del Olimar. Acevedo (1934-V:273): “(En esta batalla) ...el ejército de Saravia tuvo 80 muertos y numerosos heridos y el del general Muniz 31 muertos y heridos, según el parte de este último. En un telegrama subsiguiente el general Muniz elevaba a 100 el número de revolucionarios muertos y en ambas comunicaciones afirmaba categóricamente su victoria sobre el ejército de Saravia”. No obstante estas comunicaciones, el gobierno dispuso la sustitución del coronel Muniz por el coronel Galarza. No se dispone de estimaciones ponderadas sobre la cifra de muertos y heridos, aunque la misma fue, sin duda, considerable.
***6/6/1904.- Batalla de Guayabos o Paso de las Piedras del Arerunguá. El Coronel gubernista Feliciano Viera batió completamente al saravista Abelardo Márquez en las cercanías del arroyo Guayabos (Dpto. de Salto) derrotándolo completamente y apoderándose de todo el Parque, compuesto de 24 carretas de armamento y munición. Sin información confiable sobre muertos ni heridos.
***22/6/1904.- Batalla de Tupambaé, de tres días de duración (22 al 25/6/1904) al cabo de la cual ambos bandos se adjudicaron la victoria. Según parte del general Pablo Galarza, del ejército gubernista, citado por Acevedo (1934-V: 273) las bajas sumaron un total de 1.486, discriminadas de la siguiente manera: en el ejército legal, 111 muertos y 375 heridos; en el ejército de Saravia, 300 muertos y 700 heridos. Acevedo (op. cit.:273) “El doctor Alfredo Navarro, jefe de la expedición médica que salió al día siguiente, supo por boca de Saravia que éste llevaba 700 heridos. El señor Julio María Sosa, redactor del Diario Nuevo, que estaba en el ejército de Galarza, establecía en una de sus correspondencias que las bajas del ejército legal ascendían a 111 muertos, 375 heridos y 19 desaparecidos”. Mena Segarra (1977:172-174) “El General (Saravia) debía tomar una determinación. Contra la lógica pedestre que le exigía reconocerse vencido, decidió atacar. (....) Producto de esta decisión fue la batalla de Tupambaé, que ha pasado a la historia como la mayor y más sangrienta (........) La cuota de sangre que pagaron ambas fuerzas fue tremenda: 112 muertos y 375 heridos colorados; 178 y 795, respectivamente, blancos”. Una estimación bastante ponderada arroja unos 290 muertos y unos 1.170 heridos.
***6/8/1904.- Atentado contra la vida del Presidente de la República José Batlle y Ordóñez. Acevedo (1933-V:279) “Durante el mes de agosto de 1904, en lo más recio de la guerra civil, en momentos en que el Presidente Batlle y Ordóñez y su familia viajaban en coche por el camino Goes, cerca del cruce de Larrañaga, estalló una mina cargada de pólvora y dinamita, que produjo un hoyo de varios metros de superficie. Esa mina estaba en conexión con un alambre que corría a lo largo de un túnel hasta una casa donde residía el criminal encargado de acechar la presa y hacer funcionar la corriente. El tiempo fue mal calculado y la mina no alcanzó a producir desgracias personales. El Presidente Batlle tenía la costumbre de recorrer ese camino en sus días de descanso y sólo por obra de la casualidad es que la mina no produjo el resultado que esperaban sus autores. Corridos todos los trámites judiciales, pidió el Fiscal, doctor Victoriano Martínez, 21 años de prisión contra Luis Di Trápani, Pedro Calderón, Simón Di Ruggia y Osvaldo Servetti, como autores del atentado. El veredicto del jurado de primera instancia hacía notar que Di Trápani, Di Ruggia y Calderón habían construído y cargado la mina; que el encargado de vigilar el camino y tirar de la cuerda, era Calderón, y que acerca de Servetti, acusado por Di Trápani como inspirador principal, sólo existían presunciones. Agregaba el jurado que se trataba de un crimen político emanado de las exaltaciones del momento. La sentencia de primera instancia condenaba a Di Trápani, Di Ruggia y Calderón a 10 años de penitenciaría y mandaba poner en libertad a Servetti. El veredicto de segunda instancia establecía que los autores de la mina no habían tenido intención de matar al Presidente, sino de ejercer un acto de intimidación política, dada la condición en que había sido construida la mina según los técnicos oficiales y según la declaración de Di Trápani. Y de acuerdo con el nuevo veredicto, el Tribunal absolvió a Servetti y a Di Ruggia y condenó a Di Trápani y a Calderón a 5 y 1/2 años de destierro. En el complot contra el ex Presidente Cuestas, sustanciado varios años atrás, habían figurado dos de los acusados: Servetti y Di Trápani. El directorio del Partido Nacionalista, que estaba radicado en Buenos Aires como consecuencia del estado de guerra, se apresuró a publicar una declaración por la que rechazaba “toda solidaridad con el autor o autores del atentado”. El profesor Luis Hierro López, con posterioridad Vicepresidente de la República, escribió en su momento (1977:40) “La bomba explotó a pocos metros del carruaje, segundos antes de que pasara. Fue a las 4 y 37 de la tarde, en la actual avenida general Flores: el reloj de doña Matilde, la esposa de Batlle, se paró por efecto de la explosión, y el instante quedó registrado. La bomba provocó un tremendo buraco, e hizo saltar por los aires rieles de vía y cascotes. Una vez que confirmó que su esposa e hijos, el cochero y el guardia estaban bien, Batlle ordenó la reanudación de la marcha y que se diera aviso a la policía”.
***1º/9/1904.- Batalla de Masoller y muerte del general Saravia. Al cabo de la misma, el ejército gubernamental, comandado por el general Eduardo Vázquez, se adjudicó un neto triunfo. El parte oficial de este militar señala 93 muertos y 400 heridos y para el ejército de Saravia 180 muertos y de 700 a 800 heridos, entre ellos el propio General Saravia, quien falleció 10 días más tarde en territorio brasileño. Un detallado relato de esta batalla se encuentra en el “Diario de las marchas efectuadas por el Ejército del Norte en la Revolución del año 1904” llevado por el teniente del Regimiento de Artillería Luis M. Bergalli (Boletín Histórico del Ejército Nos. 291-293, Montevideo, 1996). Una estimación ponderada fija para este combate un mínimo de 270 muertos y más de 1.000 heridos.
Sin agotar el tema ni muchísimo menos, nos parece que frente a las realidades que aquí hemos señalado, “la estabilidad política y el orden administrativo y financiero logrados tras 1900” deben conceptuarse casi como un error garrafal. FB)
No es arbitrario partir por una de las vías más transitadas por la penetración imperialista: los empréstitos. O mejor aún: los empréstitos y el cumplimiento leonino de sus obligaciones en la general insolvencia latinoamericana tantas veces promovida por los propios prestamistas. De ello se libró el Uruguay que en el primer cuarto del siglo fue repatriando sin pausa su deuda externa mientras que todo el cerco de garantías se completaba con la política de nacionalización de los servicios públicos que es uno de los timbres de orgullo del Batllismo. Si ya antes de él y durante la década del noventa habían sido preservados para el país el Banco Hipotecario (1892) y el Banco República (1896), fue el impulso batllista el que completó la obra y rescató lo rescatable. Contra muchas reticencias internas, contra presiones internacionales, cautas pero evidentes, se nacionalizaron totalmente el Banco de la República (1906-1911), el Hipotecario (1912), se estableció el monopolio de los seguros más importantes y se organizó su Banco (1911), se estatizaron los servicios del Puerto (1916), se crearon los ferrocarriles del Estado (1912), pasaron a manos públicas los servicios de energía eléctrica (1912), los telégrafos (1915), se planteó la orientalización del cabotaje (1912) y se proyectó –desde los primeros años del Batllismo- la nacionalización y el monopolio estatal del alcohol, el tabaco y las aguas corrientes. Hacia el final del primer tercio del siglo se formó (no sin resistencia batllista en cuanto a su carácter mixto y privatista) el Frigorífico Nacional (1928) y fue la Administración de las Usinas y Teléfonos del Estado (1931) la última gran expresión del período que fenecía.
Pero también esta política de creación fue acompañada por una de contención y hasta de represión; (Nota al pie de página número 6: Es el caso de los proyectos de impuesto a la remisión de dividendos al exterior; de depósito de garantías por parte de las compañías de seguros; de la lucha librada por Batlle contra el Liebig en torno a la supresión de los derechos de exportación.) las compañías tranviarias y los frigoríficos (entre otros) conocieron lo que era tan desusado en Sudamérica: un Estado difícil de corromper y atropellar, dispuesto a vigilar sus ganancias desmesuradas, su fraude fiscal, sus prepotentes tratos laborales.
Con la excepción registrada, “nacionalización” se acompañó siempre de “estatización” más o menos completa (abriéndose por ahí, como se verá, el desprestigio más ancho y peligroso). Por entonces, todo eso, constitucionalizado en el famoso artículo 100 de la Carta de 1917, fue engrosando la versión uruguaya de las clásicamente llamadas “funciones secundarias del Estado”. Unas funciones que, por otra parte, ya nos colocaron inicialmente muy lejos del Estado destartalado y angosto de casi todos los países hispanoamericanos de la época. Si gendarme, casi siempre fiel, de los intereses privados era el de estos, la porción que, por el contrario tomó para sí el Estado uruguayo en todos los rubros fundamentales (gestión empresaria, distribución de la renta nacional) resultó desusadamente grande; aun el mantenido aporte de la explotación pecuaria privada y el carácter capitalista del proceso industrial no fueron capaces de arañar su volumen.
Se ha hecho referencia a la industrialización. Todo el curso del Batllismo sería virtualmente inexplicable sin esta pieza fundamental. Ya las leyes de 1875 y 1888, reaccionando contra el librecambismo de 1860 había echado sus bases y le habían impreso las características previsibles: industrias livianas, de consumo, de las llamadas “tradicionales” en la terminología desarrollista. Sólo más tarde, las dos guerras mundiales serían las que lo impulsarían sustancialmente y esto con todas las limitaciones imaginables en un pequeño mercado consumidor y de baja capacidad de exportación. Es difícil negar, con todo, los empeños que en el entremedio velaron por ese proceso industrializador y la cuidadosa atención que el Batllismo le prestó. A ella debe imputarse la promoción (que en mucho desborda este designio instrumental) de una clase obrera estable y básicamente integrada en la sociedad global del país. También el ensanchamiento de la habilitación técnica que representaron ciertas formas de fomento educacional, una nueva organización de la enseñanza industrial (1916) y, en general, el designio de una auténtica difusión de los estudios. Todos estos avances constituyeron tal vez los rubros menos deliberados pero de más largos y amplios efectos; no podría discutirse sin embargo, que la clave de esa industrialización, que no es injusto llamar batllista, fue la política aduanera proteccionista –era la terapéutica tradicional- las relativamente tardías leyes de privilegios industriales (1919 y 1921) y ciertas medidas fiscales, entre las que resultaron fundamentales las normas de 1906, 1911 y 1912 –especialmente las de este último año- sobre franquicias a materias primas y máquinas. Hoy puede concluirse que si tal cuerpo de decisiones careció a menudo de solidez, y casi siempre –como en caso de la textil- de la debida “generalidad” – fue capaz de imprimir en cambio ese impulso de desamarre sin el cual la sociedad y la economía uruguayas hubieran cambiado menos aún y más precariamente de lo que lo hicieron.
Concurren demasiados factores o circunstancias al ascenso o declinación de una clase y esto es especialmente obvio cuando se trata de enmarcar las medidas de promoción político-social que impulsan, por ejemplo, a los sectores medios. Dígase, sin embargo que, la industrialización, el agrandamiento del Estado, la lucha contra los propietarios de la tierra parecen estar imputando estos procesos a un ineludible (e inconfundible) protagonista clasístico. La clase media –no exactamente “la burguesía”- se identificó en su marcha con la obra batllista inicial y a ella se han referido estudios comparativos penetrantes, como el de John Johnson, para consustanciarla con su esfuerzo entero. Todo está, como se decía, demasiado intrincado, pero no habría que olvidar, entre las fuerzas de impulsión, la tarea educacional de esos años, que fue, en buena parte, obra batllista y que se orientó, como más arriba decía, en el sentido de universalizar efectivamente la enseñanza. Las escuelas nocturnas para adultos (1906), los liceos departamentales (1912), el Liceo Nocturno (1919), la Universidad de Mujeres (1921) participan de un propósito que se une espontáneamente con la extensión del principio de gratuidad –implantado en las leyes Varela-Latorre de 1877 para la etapa escolar, extendido en 1916 para la media y superior- y con el de laicidad, consolidado en 1909. Aquellas instituciones, estos principios (sobre todo si se les agrega el de la obligatoriedad escolar, también de 1877), caracterizan nuestra educación. Pero además señalan la fidelidad con que el Batllismo recogió su inspiración tradicional, su veta iluminista, su profunda fe en la cultura intelectual como factor de movilidad social ascendente aunque también (sería un matiz diferencial con los admirados Estados Unidos) el “tope” –así hay que llamarlo- “mesocrático” de esa movilidad.
Una aspiración más peculiar, en cambio, traducen las Escuelas (más tarde Facultades) que se debieron al impulso creador de Eduardo Acevedo: la de Agronomía, la de Veterinaria, la de Química especialmente (1916 y 1918). Representaron una orientación practicista y técnica, fundamentalmente realista, muy coherente con las ideas del grupo penetrado de positivismo desde el que Acevedo accedió, en camino divergente al de otros, al Batllismo. El trabajoso trámite de estas instituciones y su posterior estancamiento hasta hoy podría valer por el más transparente síntoma de ese “desarrollo frustrado” de una sociedad de raíz agropecuaria que se planteó al principio (y ya puede empezar, con esto, a dejar de serlo) como mera interrogación.
La política de legislación obrera es otro de los timbres característicos del Batllismo, aun teniendo en cuenta la escasez de ella en la primera presidencia de Batlle –que casi agotó este rubro en manifestaciones programáticas- y a la prioridad nacionalista en ciertos proyectos (que tienen, sin embargo, el trazo de una inventiva individual y un poco aventurera, no el del compromiso masivo de todo un partido). Se ha argüído también si el orden de esa legislación (se comenzó por el tiempo y condiciones de trabajo y se contemplaron grupos especiales antes que normas generales); se ha discutido su efectividad y su contralor pero si algo suena bien en la personalidad de Batlle, aun para los que están lejos de él, es su auténtica y casi diríamos, visceral simpatía con los económicamente débiles, su “estar con los pobres” (“Yo vengo de muy abajo // y muy arriba no estoy // al pobre mi canto doy // y así la paso contento // porque estoy en mi elemento // y ahí valgo por lo que soy...” Atahualpa Yupanqui, “Coplas al payador perseguido”, FB) por un impulso entero de su personalidad y no sólo por razones políticas (que seguramente también pesaron). (Nota al pie de página número 7: Carlos Maggi, el conocido dramaturgo y ensayista uruguayo y uno de los pocos de su generación de tal filiación política, ha justificado en “Marcha” su batllismo en base casi exclusiva a este rasgo.) En este aspecto (y su pertenencia como Artigas a un patriciado empobrecido no disminuye la entidad del hecho) Batlle fue un hombre –y un político- que, más allá de sus condicionantes de clase accede a valores ideológico-morales de tipo universal y es, sin quebrantos, fiel a ellos.
La ley de ocho horas (1915), el descanso semanal (1920), la prevención de los accidentes del trabajo (1914), la “ley de la silla” (1918), (Una disposición por la cual se estableció que el empleado que trabajaba parado tuviera una silla para sentarse. Lo que hoy nos parece tan natural, casi una perogrullada –Ortega lo llamaría una “vigencia”, algo en lo que las almas se apoyan sin cuestionar ni cuestionarse en lo más mínimo- demandó en su momento no pocas discusiones, en una prueba incidental, por si falta hiciera alguna, de cuán diferentes eran aquellos tiempos y éstos en los cuales nos encontramos hoy, FB) la del trabajo nocturno en las panaderías (1918), los salarios mínimos a los trabajadores rurales (1923), a los empleados públicos (1925), y a los que trabajan en obras públicas (1927), podrían ser medidas irrelevantes, insignificativas, sobre todo si se nota al registrar los textos de la época, la ausencia de una legislación general de salarios, de indemnizaciones por despido, de organización sindical, de huelgas, de vacaciones, de conciliación de conflictos de trabajo, de contratos individuales y colectivos, de desocupación, de protección general a los menores. Pero todavía lo serían más si se obviara el claro apoyo que desde su primer período prestó Batlle a las actitudes combativas del proletariado organizado de Montevideo, su desusada decisión de mantener la neutralidad de las fuerzas del orden en el caso de huelgas violentas, su convicción en la necesidad de lucha y regateo para llegarse a una conciliación de clases que respetara los intereses de todos y salvara los esfuerzos antagónicos –pero no irreconciliables para él-, del trabajo y del capital.
Si así se perfilaba en lo social, económicamente, el Batllismo buscó un desarrollo nacional basado en las ya apuntadas corrientes de industrialización y ensanchamiento de la gestión productora del Estado, expresión esta última –como casi todas las que siguen- de la marcada, deliberada voluntad del poder público de intervenir en la inversión del excedente nacional. (Nota al pie de página número 8: Ya hacia la mitad de la primera década del siglo, Serrato, un ingeniero modernizador (del tipo de los que idealizó Galdós en algunas de sus novelas), Ministro de Fomento y de Hacienda de Batlle, hablaba de “emplear el impuesto” con fines de promoción del “desarrollo económico”.) Pero también ese desarrollo implicaba la modernización y diversificación productiva de la tierra, para las que propició un sistema, en verdad incipiente, de crédito y fomento rural (la sección correspondiente del Banco de la República fue establecida en 1912), terapéuticas fiscales a las que enseguida se aludirá, proyectos y leyes de colonización (desde 1913), la organización de la Defensa Rural, la de las Estaciones Agronómicas (1911), (con la famosa “Estanzuela” (1919) entre ellas), y el tanteo metódico de otras posibilidades productoras del sector primario, que tal representaron los Institutos de Pesca (1911) de Geología, de Química (1912).
Pero lo que daría, en puridad, su sello a la gestión promocional económica del Batllismo sería su enérgica política de obras públicas, en la que hay que inscribir la ley de Vialidad de 1905, una orgánica ley de expropiaciones (1912), el Ente de los ferrocarriles del Estado y un largo rol de obras de toda especie, de un cabo al otro del país. Y si se ha criticado a esta política el carácter suntuario y puramente montevideano de ciertas construcciones y la índole duplicativa de la red de carreteras respecto a la de ferrocarriles; debe reconocerse, pese a ello, que estando lejano el día que ese formidable y deficitario armatoste pasaría a manos nacionales, esa duplicación sirviendo de eficaz contención al alza de las tarifas ferrocarrileras, no era desglosable de una limpia y realista defensa del patrimonio económico nacional. (Nota al pie de página número 9: Un aspecto de esta labor es en el sector municipal montevideano la ambiciosa obra de pavimentación que extendió desmesuradamente el área urbana y llevó vías de alto costo a zonas semidesiertas, creando –dígase de paso- serios y hasta graves problemas de salubridad y transporte. Unida esta obra a un intenso proceso de fraccionamiento de los alrededores de la ciudad por medio de la gestión privada (el nombre del martillero Francisco Piria es representativo de estos negocios), ambos factores (a los que debe sumarse la “ley Serrato”, de 1921, de préstamos para construir y la ley de compraventa de inmuebles a plazo de 1931), han resultado decisivos en la materialización de la “casa propia” para un extenso sector de la clase media en todos los niveles y en sus efectos sociales consiguientes.)
En cambio, es difícil entender hoy la distinción tajante que Batlle sostuvo contra viento y marea entre impuestos al capital (que defendía en todas sus modalidades) e impuestos al trabajo, una fuente de tributación que –fueran cuales fuesen la magnitud de sus resultados y el nivel en que ellos se dieran- consideraba digna de invulnerabilidad. (En la realidad de las cifras buena parte de los gastos presupuestales se siguieron basando durante todo el período batllista en los muy regresivos y empíricos impuestos al consumo y en los gravámenes aduaneros, nuestra gran fuente fiscal tradicional). (Nota al pie de página número 10: En el presupuesto de 1903, que abre la era batllista ($ 20.468.111.00) los gravámenes aduaneros ascendían a $ 10.098.542.00 – el 49%- y la Contribución Inmobiliaria, el tributo que se buscó aumentar $ 1.846.748.00- el 9%. En el de 1914, al terminar la segunda presidencia de Batlle de $ 48.277.763.00, los de Aduana, antes de las restricciones de la guerra, ascendían a $ 15.014.338.00 –el 31%- pero la Contribución Inmobiliaria, seguía con sus $ 4.804.823.00 representando el 10%.)
Menos difícil, sin embargo, es entender aquel dualismo si se visualiza en una sociedad “básica” sino ya “esencialmente” agraria, la firme convicción batllista en “la rémora del latifundio”, dechado enterizo, perfecto, del capital abusivo y mal trabajado que por muchos (si no siempre felices medios) buscó atacar, como es el caso de la política de obras viales, la de industrialización, la consolidación de una clase media fuerte, las leyes de salarios rurales, el crédito rural, el aliento a la agricultura, los esfuerzos (en verdad débiles) en pro de la colonización agraria. Con todo, son las medidas fiscales las que contribuirían a caracterizar mejor la actitud antilatifundista, al mismo tiempo que perfilan en lo más propio la imposición batllista. El énfasis –marcado desde las ideas “georgistas” de Batlle- en el “impuesto a la tierra”, que él quiso crecientemente pesado, llevaron a hacer de la Contribución Inmobiliaria un instrumento de discriminación y un portador de beneficios a la vez que un arma de lucha en cuya contundencia puso muchas esperanzas.
Pero aún más importante a este respecto fue el “impuesto al ausentismo” –propuesto en 1912, consagrado en 1916- que recargó la Contribución Inmobiliaria y se propugnó vinculado a la necesidad de fondos para los liceos departamentales. En tanto apuntaba a la crónica calamidad sudamericana de sus clases poderosas domiciliadas en Europa y a las empresas extranjeras con sus centrales en el exterior, su voluntad nacionalista y popular es tan indiscutible que representa uno de los mejores asientos del haber batllista. Esto sea señalado sin perjuicio de marcar que la concreción de sus fines pueda no haber sido más que problemática, representando poco más que arañazos a la epidermis de los núcleos de poder atacados y a sus sustanciales ganancias.
También la postura antipropietarista y anticapitalista del Batllismo y su relativa inocuidad encuadran algunos proyectos y varias realizaciones. Son del período de 1903-1907 las primeras proposiciones de Gabriel Terra sobre tributación hereditaria progresiva, pero recién se alcanzó en 1910, bajo Williman y en un momento de relativa distensión, la primera ley que la establece. (Nota al pie de página número 11: El 13.5% para el último grado de vinculación y los montos más altos. En 1914, la que se promulga bajo Batlle sólo duplica la tasa –el 27%- para la misma situación y lleva tímidamente de un 4% a un 5% el recargo para los herederos domiciliados en el exterior.)
Pero, cabe ya preguntarse: ¿cuál era el oculto hálito, el impulso, las “ideas-fuerzas” de esta obra?
No contiene elementos desusados ni originales pero es, sí, singular por su fuerza cohesiva y su seguridad apostólica, la que, de cierta manera hay que llamar la “filosofía” y aún la “cosmovisión” batllista.
Resultante en puridad de la doble vertiente científico-positivista y liberal-romántica con los trazos generales del pensamiento laico, burgués, “moderno”, secularizado, el Batllismo profesó la ideología de todos los radicalismos occidentales de su tiempo, pero tal vez no sería excesivo decir que con un subrayado más que regular de la nota anti-católica, su real peculiaridad fue la enérgica acentuación de los elementos compasivos y solidaristas de su ética social. Compasivo es siempre de algún modo un humanitarismo liberal de inspiración “antropocéntrica” pero el Batllismo –y en esto es singular la aportación ideológica y temperamental de Domingo Arena – puso un énfasis especial en la tónica de hostilidad y desdén a todo concepto de “deber”, “coerción”, “exigencia”, “institución” o “forma social” que ciñesen y se impusiesen a una concepción del hombre identificado rusonianamente, con la bondad esencial de sus impulsos y apetencias. Todo ello redondea un temperamento que por antítesis con lo rechazado habría que llamar (si tanto neologismo pudiera pasar por bueno) sincerista, contenidista, emocionalista, libertario, disponibilista. (Verdaderamente una serie de neologismos poco felices, por añadidura con el exceso del sufijo “ista”. Precisamente acerca de los abusos de los sufijos “ista” e “ismo” –“comunista”, “comunismo”, “fascista”, “fascismo”, etc. etc. – permítaseme recordar un trozo pequeño de un diálogo entre el periodista Omar De Feo y el por entonces Rector de la Universidad de la República de Montevideo, Cr. Samuel Lichtenstein allá por 1986 ó 1987, en un conocido programa periodístico de aquel tiempo, “Prioridad” en Canal 10 de Montevideo; palabras más o menos, sucedió así: “¿Puede ser –preguntó De Feo, pretendiendo trazar una comparación entre la política de relativa mayor confrontación que la Universidad sostuvo con los gobiernos de los presidentes Jorge Pacheco y Juan María Bordaberry en los años previos al golpe de Estado de 1973, con relación a la política de mayor diálogo luego de la restauración democrática de 1985- que la Universidad haya entrado en una época de más pragmatismo que antes?” “Yo diría flexibilidad”, –respondió pausada pero inmediatamente el Rector- “Mire, De Feo, a mí no me gustan las palabras terminadas en “ismo”, inclusive le digo más, si la palabra “flexibilidad” se llamara “flexibilismo” me gustaría bastante menos...”, FB)
De lo que cabe rotular –tal vez con exceso- de “cosmovisión” batllista se infiere, como es obvio, una moral y, en parte, aquélla ya lo es directamente. La deducción concreta fue un humanitarismo filantrópico, de tinte dieciochesco pero también penetrado de emotivismo romántico y de altruísmo laico. Igualmente, sobre todo, de cierta piedad difusa, casi cósmica, de sello tolstoiano. En esta piedad creo que se toca una de las claves más originales y a la vez más esclarecedoras de Batlle y el Batllismo. Se trata de una “noción-sensibilizada” que parece querer abarcar a todos los elementos vivos del universo, que extiende su propia abominación a toda forma de sufrimiento humano o animal. Como recién se decía, compasión, pero también filosofía del placer, “hedonismo”, se mezclan aquí extrañamente tanto frente al dolor enjugable e inmerecido como al que una concepción de la vida se tipo severo o religioso podría señalar como inevitable. Todo vertebrando una concepción romántico-anárquica-naturalista, un poco a lo Ibsen, del individuo, el individualismo y las constricciones sociales.
Si señalo esto con cierto cuidado es porque aquí están el móvil y el estrato más profundos de toda la legislación batllista del trabajo, de sus reformas civiles y penales, de los instrumentos estatistas y paternalistas que las sirvieron. Así, puede ser útil para explicar conquistas legislativas tan disímiles como la ley de divorcio de 1907, la investigación de la paternidad y la consolidación de los derechos sucesorios de los hijos naturales (1916), la supresión de la pena de muerte (1905-1907), la prohibición del “rat pick” y de las corridas de toros (1912-1918), las leyes de suspensión condicional de las penas y de libertad condicional (1916-1918), la reorganización de la tutela de menores (1915). También el sistema de seguridad social que había tenido iniciación antes de 1900 con la Caja de Jubilaciones Escolares (1896), le debe sin duda a la inspiración y a la voluntad batllista la amplitud que después logró (la Caja Civil en 1904, la Caja de Industria y Comercio y Servicios Públicos en 1919, la ley de pensiones a la vejez del mismo año). Si a ese rol se agregan las leyes de accidentes de trabajo, las reordenaciones de la asistencia médica pública, se completaría así el aspecto tal vez más típico del Uruguay Batllista, un “Welfare State”, en el que, al margen de los merecimientos de cada uno, de su misma vinculación al país y del eventual y tremendo costo social que puede implicar –y en verdad implicó- se considera en todo hombre su derecho a la vida y a la felicidad, su condición de atributario de un mínimo material decoroso. (Un mínimo que innumerables retoques parciales iría elevando para ciertos grupos y que la inflación, la financiación y la inversión irresponsable de los fondos sociales iría deprimiendo para casi todos). Se han señalado los móviles políticos de una competencia en la que todos los partidos (a la corta o a la larga, entrarían), la eficacia de tal generosidad para crear vacantes más continua y rápidamente de lo habitual; es también importante apuntar el peso de los ingredientes más nobles que la dictaron inicialmente y que son los que se acaban de mencionar.
Las inspiraciones ideológicas poco antes esquematizadas son, por otra parte, difíciles de aislar de esa “política de secularización” que los movimientos calificables de progresistas y modernos cumplieron en Occidente entre el último tercio del siglo XIX y el primero del XX.
En la Constitución de 1917 se consagró la separación de la Iglesia y el Estado, una medida que, en cierta manera, sólo completó en el texto legal de mayor jerarquía una dilatada corriente de laicización que fijó sus tramos iniciales durante las dictaduras militares del siglo pasado. Desde su asunción a la presidencia, en 1903, la atención de Batlle buscó todos los resquicios posibles de secularizar, con una minuciosidad que llegó a medidas del tipo de suprimir los honores militares a personas, símbolos o actos religiosos (1911), eliminar las referencias a Dios y a los Evangelios en los juramentos públicos (1907), erradicar los crucifijos de los establecimientos de beneficencia estatal (1906) y establecer la laicidad absoluta de la enseñanza (1909). Pero aún es más importante que esta última disposición, el acentuado carácter antirreligioso (decir anticlerical, antieclesiástico e incluso anticatólico sería quedarse corto) que el Batllismo adoptó. (Nota al pie de página número 12: En esto, como en tantos otros puntos, el Batllismo y su fundador parecen haber sido inflexiblemente fieles a una cosmovisión sino “materialista”, “naturalista”, antropocéntrica, secular. Esto es seguramente lo que importa, y no la polémica esencialmente académica y un si es no es adjetiva, sobre si Batlle era “espiritualista” o “positivista”, especialmente tratándose de un hombre de ideas escasamente articuladas al nivel filosófico y centrándose el asunto en los años anteriores a su acceso al “poder”, con todo lo que él representa de plena revelación de los elementos hasta entonces virtuales de su personalidad y sus impulsos.) En esto, ya se decía, fue muy afín a los “radicalismos” europeos de principios de siglo y muy diferente a la vez del radicalismo argentino; de sus resultados habría mucho que hablar y algo, más adelante, tendrá que hacerse. Y si eso es así es porque en tanto que del propio lado católico y, ni que decir que, globalmente, del protestante, se ha observado que esa actitud franqueó el paso a una religiosidad social menos identificada con estructuras temporales arcaicas de lo que es común en Hispanoamérica, también es evidente que ejerciéndose tal postura en un país en el que la religión había sido, desde sus inicios, peculiarmente débil, tal insistencia no dejó de producir (por más neutralmente que trate esto de mirarse) efectos mucho menos (real o potencialmente) positivos.
Más notoria es aún en lo político la originalidad del Batllismo. Y ello, sobre todo, si se le contrasta con un continente dominado por oligarquías orquestadoras de un juego democrático nominal o por formas pretorianas de autoritarismo y violencia crudas. Es muy conocido más allá de fronteras el “experimento colegiado”, la sustitución del Ejecutivo unipersonal por un consejo de número regular de integrantes. Mucho más interesante sin embargo, son los supuestos que a este singular experimento dos veces intentado y el segundo aún vigente (1919-1933; 1952 en adelante) llevaron. Puede decirse que todo parte aquí de una confianza –de clara filiación rusoniana- en los dones de clarividencia o (dígase menos enfáticamente: de juicio acertado), de bondad y generosidad, de responsabilidad del ciudadano, del hombre común, del pueblo. Y esto arrastraba, en forma correlativa, el énfasis en su derecho a pesar, en forma decisiva, en prácticamente todos los asuntos públicos, por técnicos y especiales que puedan parecer. (En este plano, si la actitud del batllismo ante el plebiscito no fue del todo clara, es revelador, en cambio, que haya propugnado la elección popular de los más elevados cargos de la judicatura.) Más importante, empero, es señalar que se llena así con un contenido emocional y muy concreto los moldes un poco vacíos –conceptos al fin- de la “soberanía del pueblo” y de la “soberanía nacional”.
Más allá de esta plenificación, no deja de ser otra singularidad batllista –y sobre todo en su tiempo- la persistencia en postular que en lo político, estos dones, estas facultades habrían de ejercerse a través de partidos estables, coherentes, organizados desde las bases por una militancia popular, permanente, activa, accediendo a través de una organización piramidal hasta los órganos superiores de cada colectividad partidaria. Por esta vía (en la que late la aspiración a una democracia directa), los representantes legislativos y los titulares del Ejecutivo recibirían directivas y coordinarían su labor: si nunca se llegó plenamente a consagrar el mandato imperativo, opera en toda esta actitud su incontrastable aunque ideal excelencia. Esto era completado con el principio de elecciones frecuentes –lo más frecuentes posible- y que importaran, en cierto modo, una movilización ininterrumpida del electorado. Por ello cabría observar que cuando el Batllismo pareció haber renunciado a ellas, tal renuncia debió obedecer no a razones teóricas, doctrinales, sino al altísimo costo económico y social que representaban.
Una clave igualmente importante de la programática batllista es la acentuada desconfianza al poder unipersonalmente ejercido, en el que una filosofía histórica posiblemente discutible le hacía ver la raíz de todos los males de la historia y especialmente de la de Hispanoamérica. Exorcizarlo, alzarle barreras de “garantías” en torno, trabarlo, dispersarlo en todas las formas posibles fue el norte seguido. (Sin duda que, como dijo cierto pensador político inglés, “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto tiende a corromper absolutamente” pero el tema es que en estas latitudes, donde parece reinar una casi perpetua oscilación entre el despotismo y la anarquía, donde la vida social está lejísimos de discurrir con el orden, la energía y la higiene psicofísica anglosajona, el poner demasiados obstáculos al poder sólo puede implicar reforzar uno de los extremos de la dialéctica a que antes nos hemos referido... e indirectamente, al segundo de ellos. Ver fragmento de Antonio Díaz, “Historia política y militar de las repúblicas del Plata”, FB) Pero él no sería comprensible del todo sin una especie de mística fe en la excelencia de la deliberación entre muchos y sus mayores posibilidades de acierto que las que puede tener cualquier individuo aislado, por egregio que él sea. (Obsérvese que Thomas Hobbes sostiene una posición diametralmente opuesta a ésta, FB) Tampoco sería inteligible sin un claro escepticismo sobre el “valor de ejecutividad” y sobre la existencia de asuntos que realmente lo reclaman respecto a aquellos que pueden ser, calmosamente, argüídos y contemplados.
La obra batllista, en lo que le es peculiarmente atribuíble al impulso del partido, corre así entrabada con un estilo (del que ha escrito brillantes y muy perspicaces páginas Ricardo Martínez Ces, (Nota al pie de página número 13: Ricardo Martínez Ces: “El Uruguay Batllista”. (Ediciones de la Banda Oriental). Montevideo, 1962.) y con esa ideología compleja a que se ha hecho referencia y que (recordábamos) arrastraba elementos de populismo romántico, democracia radical de masas, socialismo de Estado, anarquismo, iluminismo educacional, georgismo, anticlericalismo irreligioso, pacifismo, optimismo y piedad sociales, eticismo autonomista en muy viva temperatura. Tal intrincación de elementos es, señálese, obra más que nadie del propio Batlle, pues nadie podría decir que tuvieran que ayuntarse necesariamente, por mucho que estuvieran suspensos en el aire espiritual e ideológico de la época.
El ingrediente antirreligioso, por ejemplo, vertido en las condiciones que se señalaron y expresado en el nivel verbal en que el Batllismo –por lo menos entre 1905 y 1925 lo hizo- representa un elemento singular que es raro y aun rarísimo encontrar en una política de poder y esto, saltando los tiempos, podría decirse (peculiarmente en el estilo) hasta de los países soviéticos y de la propia U.R.S.S. Sólo el caso de México, entre 1910 y 1930, parece similar pero hay que precisar que en el país de la serpiente emplumada, la Iglesia era una fuerza temporal de tremendo peso y había estado mezclada y hasta complicada en episodios decisivos de la historia nacional.
Por todo eso (lo anterior es sólo un ejemplo) resulta insoslayable el hombre que estaba al frente de esta obra. Un hombre con calidades de político diestrísimo pero también, a la vez, con eficaz y auténtica aureola de apóstol, misional y mesiánico. Un hombre capaz de unir sin hipocresía una viva suscitación de la espontaneidad popular –estaba sin duda dotado de una honda fe en el “hombre común”- y el peso de una personalidad que por su misma irradiación caudillesca, importaba tal vez a pesar suyo –una coherente, autoritaria jefatura política. Macizo, acometedor, machacón, Batlle parece no haber poseído dotes muy subidas de rigurosa cultura intelectual, ni encanto personal y humor, ni invención para esos gestos de magnanimidad elegante y a veces peligrosa (Nota al pie de página número 14: O, para ceñirnos al caso del Uruguay, digamos, por ejemplo: los gestos de magnanimidad que caracterizaron a Máximo Santos, el humor de intención antisolemne y el encanto personal que peculiarizaron a Herrera (y mucho antes a Rivera), el respeto intelectual a que fueron acreedores en tiempos de Batlle, hombres como José Espalter, Eduardo Acevedo, Martín C. Martínez, José Serrato, entre otros.) (Serio, reflexivo, solemne, vengativo, implacable pero no cruel, -“implacable en el combate y generoso en la victoria”- trabajador, honesto, racional, legalista –sin duda, y de haberlo conocido y estudiado, Max Weber habría hablado de una “legitimidad racional-legal” y de ningún modo de una “carismática” o una “tradicional”-, mucho mejor lector de libros que de almas –como todos los hombres hiperracionalizados-, en resumen, un norteamericano hablando español, esto es, en trazos de brocha gorda, por decirlo de algún modo, una aproximación a esta importantísima personalidad para entender el Uruguay en que vivimos, con todas sus bellezas y sus miserias, tanto en lo material como en lo moral. De los llamados Siete Dones del Espíritu Santo definidos en la Biblia, que en versión secularizada podríamos definir como “las siete cualidades fundamentales para desenvolverse en la vida con éxito en nuestra cultura occidental”-, y que son: 1) Sabiduría; 2) Entendimiento; 3) Consejo; 4) Fortaleza; 5) Ciencia; 6) Piedad; 7) Miedo al Castigo o coercibilidad, -que sustituye al “temor de Dios” cristiano- nos parece que Batlle carecía completamente de los tres primeros, pero que estaba muy bien posicionado, real o potencialmente, para los otros cuatro. Lo que claramente encuadra en una personalidad exitosa. FB) Pero aun sin ellas (y tal vez por eso mismo); aun a la distancia suena algo así como una fresca melodía creadora en lo que pudiera calificarse de su demagogia, en lo que pudiera verse como su duplicidad (al velar frente al surgimiento de “ambiciosos” y haber modelado él todo un período histórico), en lo que cabría llamar la ramplonería y candidez de algunas de sus ideas; en lo que podría rastrearse como su aptitud de inquina, su agresividad, su pequeñez frente a vivos y muertos. Todo esto, si se le calibra, resta al hombre y no al político, del que eventualmente fueron una fuerza. (Nota al pie de página número 15: Un análisis moral de Batlle podría ver seguramente en él –pese al tan cacareado (y real) “humanitarismo”- la incipiente, borrosa voluntad de asumir esa “conciencia desgraciada”, de la que habló Merleau-Ponty tan penetrantemente y que es en cierto modo inseparable de todo gran político. O para decirlo de otra manera: Batlle habría barruntado que la realización de un gran quehacer estatal tiene que pagarse siempre en términos de ciertas calidades morales o de segura atracción sobre los demás. En su caso habrían sido la tolerancia, el gesto magnífico de olvido, el entendimiento con el enemigo. Y también habría sospechado que quien prefiera ostentarlas debe dedicarse a cualquier otra tarea que a la política mayor.) Pero en el hombre aún, una “seriedad” radical, una consistencia y una persistencia, una honradez, un temple último de nobleza, de salud moral, de “alma bien hecha” que no se repite demasiado en nuestras historias nacionales y menos en personalidades políticas de su volumen.
IV. Las grietas en el muro. (Real de Azúa, 1964: 38-57)
La realización, forzoso es reconocerlo, fue imponente. Pero no es imposible marcar junto a sus logros las fisuras que ellos ya portaban. Me refiero así a las deficiencias, a las manquedades que cabe registrar dentro del contexto en el que, como decía, esos logros parecen tan considerables. Contrastarlos con el repertorio problemático contemporáneo es otra cosa, otra operación que sólo podrá realizarse después.
Como todo movimiento político digno de este nombre, el Batllismo profesó cierta filosofía, escueta pero articulada, del desarrollo histórico y social. Heredero de la línea colorado-conservadora (son muy sólidas las vinculaciones familiares y emocionales entre un conglomerado y el otro) fue la suya la optimista, sarmentina que tuvo ancho curso en el Río de la Plata, una filosofía hecha de oposiciones tajantes entre pasado y futuro, entre “barbarie” y “civilización”, entre autocracia y libertad alineadas según las pautas valorativas de la modernidad occidental europea. Con esas antítesis, heredó la univocidad, la limitación, la petulancia dogmática, el dualismo y la impositividad con que el pensamiento liberal-progresista había dotado a los términos positivos de aquellas dualidades. Hay otras, también, con las que aparece el Batllismo muy consustanciado. Tal es por ejemplo, la de “naciones viejas” y “naciones jóvenes” (fue una de las antítesis más enfatizadas) siempre que se concibiera a las “jóvenes” libres de las maldiciones del pasado, de la tradición, de toda jerarquización social rígida, de la guerra y el militarismo; libres también de ensayar las fórmulas nuevas de una mejor existencia social, tomándolas, si venía al caso, de las más audaces experiencias y pensamientos de Europa. (Nota al pie de página número 16: Este tema de una América libre del pasado y toda la antítesis juventud-vejez referida a nuestro continente y Europa, no se reitera sólo en el pensamiento revolucionario de 1810 –caso de Mariano Moreno- sino que tiene un antecedente tan ilustre como el de Goethe y su incisivo poemita “Dem Vereigninten Staaten” {Antonello Gerbi: “La Disputa del Nuevo Mundo”, México, 1960, págs. 288 y sigs., y 328 y sigs.})
Todo lo precedente, más las ideas ya examinadas y las filiaciones antes aventuradas, llegarían a componer un eficaz manojo de creencias y hasta el ensamble de una “ideología”. Una ideología que a su vez determinó inexorablemente afinidades, confianzas y solidaridades muy hondas –“ideológicas” al fin- y decisivas. Tácitamente se creía a rajatabla: son las “ideas” las que unen las historias de hombres y de naciones, de clases y de pueblos. (Si por ideas se entiende sólo, o principalmente, “opiniones políticas” o “filosóficas”, este enfoque del batllismo era, desde luego, erróneo, pues para las afinidades entre personas y también entre colectivos juega un rol mucho más importante la forma de entender la vida, -la verdadera “filosofía”, la que íntimamente se vive, no la que se “opina”-. Así por ejemplo resulta explicable perfectamente la afinidad del judío con el norteamericano, puesto que ambas naciones son “naciones comerciales” como diría Tocqueville; del mismo modo entre España y Alemania, puesto que ambas son “naciones artísticas”, donde, al contrario de Norteamérica, el dinero es frecuentemente mal visto y lo que se aprecia sobre todo es la fama y el reconocimiento. En fin, el tema es complejo, todos los sabemos, debido a las múltiples dificultades para estudiar el carácter nacional de un país y llegar a resultados razonablemente válidos y confirmables, pero sin duda entre pueblos como entre hombres se aplica el viejo aforismo de “Dios los cría y ellos se juntan”, FB)
La primera guerra mundial y las clamorosas simpatías proestadounidenses del Batllismo que tuvieron su vocero más típico en Brum, los propósitos de hacer del Uruguay “el laboratorio del mundo”, son esperables manifestaciones de esta confianza. Pero, ahora, al margen de lo pedantesco o lo erróneo que tales posturas contuviesen, obsérvese qué poco tenían que ver ellas y aun sus supuestos ideológicos (es sólo una de las posibles discordias) con una enérgica voluntad nacionalizadora, esa voluntad que, por lo menos en el plano económico, fue atributo incontestable del partido. Aquí radica, más que en otra parte, la más grave fisura (duplicidad sería palabra equívoca) de la postura batllista y la debilidad de una actitud antimperialista que vio más que nada “empresas” y no “naciones” o cuando más “estados” y “gobiernos” que, saliéndose de su órbita legítima y natural las protegían, abogaban y hasta amenazaban por ellas. Puede decirse que si en esto el Batllismo se hurtaba a la evidencia de una alianza umbilical entre el gran capital inversor y exportador y los gobiernos occidentales (de Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, Francia), la misma fe en las afinidades ideológicas desconoció lo que hoy ya es lugar común en la conciencia política y social de los países marginales (para localizarlo en lo que nos interesa.) Esto es (acéptese o no la concepción marxista de ellas) el carácter decorativo, enmascarador de esas “ideologías” y su visible conversión en universal y desinteresado de lo más particularmente situado e inducido. Lo que importa, corolariamente, denunciar su relativismo, prever la ambigüedad de su irradiación y sus influjos, al operar en contextos sociales distintos a los que se originaron. Sólo en la polémica del Colegiado, y enfrentando bravamente el dictamen negativo de los universitarios, el Batllismo parece haber oteado algo (aunque poquísimo) de lo precedente.
Por ello es explicable que fundado sólidamente sobre anchos sectores medios de procedencia inmigratoria bastante reciente, dotado de una vertebración ideológica de tipo universalista e intelectual, solidarista y humanista al modo radical-socialista europeo, el Batllismo, pese a la significación nacionalizadora y antiimperialista de su política económica haya estado pasional y doctrinalmente muy lejos de cualquier “nacionalismo” (Nota al pie de página número 17: Y aún de esas formas canónicas, rituales de patriotismo que salvo desde las posturas de extrema izquierda era inusual objetar en su tiempo, y aún más en el nuestro. En un curioso artículo de “El Día de la Tarde” (29 de febrero de 1920), por ejemplo, se fundó incluso la defensa de quienes no se habían querido descubrir en la ejecución del himno nacional, alegando entre otras razones, que podían tener temor de enfriarse la cabeza.). (Desde luego, era de rigor escuchar el Himno Nacional con la cabeza descubierta, sin sombrero, y es apropiado decir “era” puesto que el sombrero hace décadas que ha quedado en desuso; por eso es que este párrafo puede sonar un tanto curioso. En cuanto al argumento de enfriarse la cabeza, realmente nos parece una broma, o casi, si tenemos en cuenta que estábamos en un 29 de febrero. En fin, en días anormales –como éste, que sólo puede tener lugar cada cuatro años- bien pueden ocurrir artículos periodísticos también anormales, ¿verdad?, FB)
Vale la pena subrayar esta disociación, que no deja de ser extremadamente singular en la historia de Occidente. No es habitual el caso de un partido que cumple tan eficazmente una tarea de rescate nacional –que es proteccionista, antiempresista, etatizador- y al mismo tiempo prescinde (para darle fuerza) de todos los señuelos emocionales del “nacionalismo”, que se abraza a una filosofía social básicamente adversa a la existencia de un específico “interés nacional” (contra las aparentes solidaridades geográficas e ideológicas), que niega la excelencia de cualquier “peculiaridad nacional” a ser robustecida y defendida (sobre todas las identidades y simpatías).
Parecería entonces que a la efectiva tarea nacionalizadora del Batllismo le bastó la antítesis “sociedad” o “pueblo” versus “empresas”, aunque valiéndose –lo que resulta poco más que circunstancial- de que las empresas capitales fueran extranjeras, de que su control se ejerciera desde el exterior y de que sus ganancias allá se encaminaran.
En su ya mencionado trabajo (Nota al pie de página número 18: “Las clases medias en la época de Batlle”, en “Tribuna Universitaria”, N° 11.) , Germán W. Rama observa que el Batllismo practicó medidas revolucionarias y antiimperialistas “rechazando simultáneamente al sistema ideológico que las originó”. A estas dos abjuraciones (la primera no es clara por no serlo su “revolucionarismo” presunto) (Si por “revolución” se entiende, siguiendo a la Real Academia, un “cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación”, es evidente que el calificativo de Rama es incorrecto. En cambio, si seguimos la definición de Ortega, -“implantación de un orden nuevo que tergiversa el tradicional”- se vuelve más opinable, FB) habria que sumarles este haber practicado el nacionalismo rechazando cualquier sistema ideológico que lo cohoneste. Con todo, es posible observar que tal conjunción de rasgos y de actitudes era (por lo menos) “factible” en una empresa política modernizadora acometida en el Uruguay. En el Uruguay, lo que equivale a decir en una nación mediatizada por un capitalismo extranjero pero, a la vez, muy europeizada, ideológica y demográficamente y nacida –en cuanto “Estado” (lo que no quiere decir que no dotada de un vivaz espíritu autonómico) – de una convención diplomática en la que no tuvo arte ni parte.
(¿Existía en tiempos de la creación del Uruguay, en 1828, un espíritu independientista total, como algunos pretenden, o simplemente un espíritu autonómico de sello netamente localista, pero respetando rigurosamente la inserción de los por entonces llamados “orientales” en una unidad mayor, fuese ésta las Provincias Unidas del Río de la Plata o el Imperio del Brasil, que pudiese garantizarles una existencia más decorosa en cuanto a volumen de población y a recursos materiales e intelectuales? FB)
De todo esto, también, se desprende con facilidad el que, de acuerdo a su filosofía general, la obra educacional del Batllismo haya estado movida por el prestigio de cierto contenido de la educación de sello inocultablemente “iluminista” e intelectualista que es fiel a la tradición educacional del país que hasta él llegaba y cuya única excepción la constituyeron las ya mencionadas iniciativas de Acevedo. El carácter “instructivo”, nocional, inevitablemente libresco y tanto universal como “utópico” de esa enseñanza se marca superlativamente en la empresa (por tantos conceptos muy importante) de los liceos departamentales creados en la segunda década del siglo. Y ello es así porque, dotados de un programa de esa índole, uniforme, desentendido de las sugestiones y necesidades diferenciales de cada ambiente local (también del general del interior del país), poco tuvieron que ver con el “habitat” muy diferente del ajeno y europeizado en el que esos planes de enseñanza (y aun sólo a medias) hubieran sido congruentes. Funcionando en el ámbito en que lo hicieron, muy discutible es que hayan operado de algún modo como factor de ajuste (es obvio que queremos decir de ajuste “con” promoción cultural, económica, social) y más de un resultado globalmente nocivo es presumible que hayan podido causar.
A propósito del matrimonio, Batlle habló alguna vez del “viaje placentero por la vida”; esta imagen, de evidente inspiración hedonista es la que dicta toda una normativa vital de derecho y de consumo que la acción política creyó en el caso de asegurar a todos los uruguayos. Es cierto que elementos “solidaristas” (fue importante la influencia sobre Batlle, a través de Amézaga, de la doctrina de tal nombre profesada por León Bourgeois) obraron en la inspiración legislativa. Pero ellos se aunaban a ese enfoque individualista que parece, con mucho, el dominante. Por eso, y pese a su halo fraternal el compuesto final no se sitúa muy lejos (aunque en este caso despojado de sus alcances restrictivos de clase) de ese materialismo estático de la burguesía del que los marxistas gustan hablar para desdeñar y distinguir el suyo.
“Móviles sociales” sin “ética social” coherente fue así, desde el principio, el peligro acechante no sólo de la obra positiva que el Batllismo cumplió sino de casi todos los movimientos políticos contemporáneos. Ciñendo el examen al caso que nos ocupa, se puede decir que mientras gobernó la primera generación ganada por el limpio ímpetu inicial, la carencia no fue notada. Pero, a medida que los elementos heredo-cristianos se han ido volatilizando de la superficie social, la incapacidad moderna en hacer funcionar en medianos términos de decoro, desinterés, impersonalidad y eficiencia un régimen político social, se hizo patente también en nuestro país. Y si hoy no funciona –más allá de ciertos núcleos fervorosos pero minoritarios- una moral religiosa y aun heredo-religiosa, y menos la solidarista-social, si (más allá de ciertos espasmos y extremosidades) sólo en determinados ritmos revolucionarios, (Nota al pie de página número 19: O en forma más estable, se piense de otros aspectos lo que se quiera, en la U.R.S.S., Cuba, China, las “democracias populares”. También en Inglaterra, piensen ahora lo que quieran los que asientan a los anteriores ejemplos.) algunos principios éticos parecen cobrar efectiva vigencia, es justamente desde el Batllismo –y esto gracias a su mismo radicalismo ideológico, a la “novedad” de sus primeros pasos- que esa irrupción amenazante de la tormenta de impulsos en que hoy nos movemos puede ser retrazada.
Por eso es que desde sus primeras décadas –volvamos al tema- el Batllismo comenzó a sufrir en el nivel de competencia y prestigio de sus cuadros, los que, en términos de su efectiva capacidad de conducción, ya amenazaron resentirse. A ello llevaron su renuncia a movilizar una ética nacional con exigencias, sacrificios, y esas ciertas constricciones que el crecimiento impone. A ello su ideal no malvado pero sí algo burdo de “felicidad”. A ello su implícito descansar en ese hedonismo de los individuos y los grupos de interés (resorte que a la larga, y en verdad, mostraría ser el único capaz de funcionar efectivamente).
En el plano de la organización estatal y política, resulta equitativo reconocer que un planteo democrático radical fue probablemente más sincero en el Batllismo que en movimiento alguno de su tiempo. La tentativa de dinamizar una colectividad política activa en toda su base, de hacer del gobierno un gobierno por el pueblo, participante, responsable, vigilante, no constituyó para el Batllismo retórica electoral sino leal y efectivo empeño. Las conquistas de la Constitución de 1917 y las que se fueron logrando en su fértil década: proporcionalidad y estabilidad de la representación de las minorías, voto secreto, elección presidencial directa, registro cívico estable, plebiscito y autonomía departamental; no son logros en los que el Batllismo haya tenido siempre la iniciativa (ni aún no resintiera en ocasiones) ni que haya habido que llevar adelante contra la oposición del Partido Nacional. No se resigna sin resistencia a un repertorio de medios políticos que el Partido Colorado había ido perfeccionando a través de una práctica consuetudinaria desde su triunfo militar de 1865. A la distancia, sin embargo, toda esta discordia parece anecdótica, aunque ella sirva, tal vez más eficazmente que cualquier otro rubro, para destronar la teoría del “monopolismo” que la apologética batllista forjó.
Contemplando, sin embargo, las cosas desde lo más alto posible, todo el Batllismo sufrió, y aquí sí, cabe la palabra, de una esencial duplicidad. En esto acorde con el más ilustre antecedente uruguayo posible –quiero decir Artigas y el artiguismo- fue la contradicción entre ese impulso a la espontaneidad popular y su expresión en un partido gobernado desde las bases por el “hombre común” y el temperamento político de su creador y jefe. (No hay que buscarle demasiadas vueltas al asunto, el caudillismo, cuya versión extrema es el “culto a la personalidad” a lo Josef Stalin en la ex-URSS o Mao-Tse-Tung en China, es esencialmente antidemocrático por su misma esencia y directamente incompatible con la participación –ni hablemos de “rectoría”- de las masas o del “hombre común”, por usar la retórica del texto. Piénsese, por si falta hiciera un ejemplo, en lo inconcebible que sería un culto de esas características en los Estados Unidos, que personifican, más que nada y más que nadie, el poder omnipotente de las masas, FB) Porque Batlle, como Artigas y como todo auténtico conductor de multitudes y naciones era un político incapaz de marginalizarse cuando su conciencia (que le hablaba siempre) le mostraba el recto camino, la verdad más defendible y eficaz, el peligro de que los otros se desviasen. (“Desvíos” que por supuesto fijaba él, por sí y ante sí, FB) En suma, en Batlle luchó siempre empecinadamente la aspiración a que los otros mandasen, o mejor: “no mandase nadie” y la incoercible proclividad a ser él quien lo hiciera, por lo menos en una etapa prologal al funcionamiento de esa ideal espontaneidad. Como esta etapa tendió inevitablemente a identificarse con toda su carrera política activa, ocurrió que fue siempre él quien señalase la ruta y quien impusiese los criterios. Que para ello, le bastara dentro de su partido su autoridad natural y el prestigio que le rodeaba, que no necesitara recurrir regularmente al desplante, la amenaza y el soborno son circunstancias que no alteran el hecho medular. (Nota al pie de página número 20: Agréguese todavía a este cuadro, la muy tenue efectividad de ese esquema de partido que descontaba centros seccionales activos y nutridos, autoridades nacionales numerosas y reales. Vanger, en el libro citado, ha recogido testimonios de las propias quejas batllistas sobre el carácter más nominal que otra cosa y apenas pre-electoral de los clubes seccionales; Goran Lindhal, en “Uruguay´s new path” (Stockholm, 1962), ha estudiado las concurrencias irrisorias (el 5%, el 4%, el 2% de los que tenían derecho a integrarla) que la famosa Convención Batllista del “Royal”, en sus mejores años, del 20 al 30, alcanzó a reunir.) Y aunque ello nos llevara lejos, en un análisis político demasiado pormenorizado, no sería imposible ver en el proyecto colegiado una tentativa de afirmar la continuidad de su influencia, viendo en su inquina a la Presidencia de la República el temor a la posibilidad de que pudiera ser otro el director nato de un “partido oficial”, en su rechazo de las figuras “insustituibles” y “providenciales” dentro y fuera de su partido, el preservativo a cualquier otro ascenso que el suyo, ya logrado. También, por fin, sería fácil inferir algo semejante de su creencia en el principio (apenas diferente al “mandato imperativo”), de una disciplina más o menos compulsoria del partido sobre todos los afiliados que ocuparan cargos estatales. Pues es obvio, igualmente, que, más allá o más acá de las convicciones teóricas que le llevaran a preconizarla, resultaba también un medio de orquestar a rienda corta unas voluntades individuales siempre desconfiables y que él, él sólo, estaría así, mediante tales arbitrios, en condiciones de enfrentar.
No es la primera vez que el autor de estas reflexiones ha intentado señalar la originalidad indisputable del Batllismo en cuanto organización política partidaria y otros han subrayado la ventajosa maniobra que representó para el grupo ese insertarse en la gran corriente tradicional “colorada”, usando su lema, nutriéndose con su hontanar pasional, aprovechando de sus posiciones y prerrogativas de partido desde cuatro décadas antes gobernante. Claro que, pese a ello, es muy tenue la semejanza entre el Batllismo plenamente perfilado, dígase de 1925, y las sucesivas fisonomías del coloradismo del siglo anterior: la tan mentada y singular persistencia de un partido en el poder durante casi cien años (1865-1958) es más que otra cosa la permanencia de un repertorio de invocaciones históricas y la fijación de una versión acentuadamente sectaria y coloreada (coloreada y colorada) de nuestro pasado (Nota al pie de página número 21: La nomenclatura urbana de Montevideo en lo que está marcada por las elecciones de su época, es bien expresiva de tal posición. Sin ella, sin ese desprejuicio faccioso que convierte en figuras nacionales dignas de reverencia a quienes contribuyeron –por los medios que fuesen- a encumbrar el partido no sería posible la inverosimilitud de una Avenida General Flores, sobre todo, o de una calle Bartolomé Mitre.) (Una “footnote” de verdadera importancia, que sin duda merece más de una digresión. Es completamente cierto que importantes líderes blancos estuvieron ausentes del nomenclátor montevideano durante mucho tiempo. Aparicio Saravia debió esperar unos 60 años a que la ex Avenida Peñarol llevara su nombre. Tratándose además, de una avenida que circunda, o pasa por, barrios montevideanos bien poco prestigiosos, como todos los habitantes de esta ciudad sabemos. Eduardo Víctor Haedo debió esperar a una intendencia gobernada por el Frente Amplio –en los años noventa del siglo XX- para tener una calle con su nombre. Wilson Ferreira Aldunate, fallecido en 1988, fue por el contrario, homenajeado con relativa prontitud, cambiándose de nombre a la ex calle Río Branco, en pleno centro de Montevideo, también en la década de los noventa. Y ya en los ochenta, la calle Médanos cambió su nombre por el de Javier Barrios Amorín, líder blanco fundador del “Movimiento de Rocha”. Puede decirse, en resumen, que en tiempos recientes se ha tratado de ser más ponderado en esos asuntos que en los tiempos en que Real de Azúa escribió este libro, pero que fue un proceso largo, que llevó mucho tiempo, tal vez, el tiempo que tienen que pagar los vencidos por el hecho de serlo. Algo que, por otra parte, se da a todos los niveles, incluso en aquellos en donde se escribe la historia. Si Alemania y Japón aún tienen que pagar un precio por el hecho de haber sido aniquilados en la Segunda Guerra Mundial –para empezar, el no ser incluidos en la nómina permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, sobrándoles méritos intelectuales para ello- bien pueden darse estas situaciones en los niveles más lejanos a la observación de la “conciencia moral del mundo”, FB) .Por ese lado se benefició el Batllismo –y esto es tal vez más importante que todo lo que precede- con la ventajosa ambigüedad, con la indefinición ideológica que el coloradismo importaba en casi todas las cuestiones y especialmente en aquéllas (caso de la actitud ante la clase obrera, de la política religiosa o del tratamiento social y fiscal del latifundio) que los nuevos tiempos anunciaban (o alguien podía con clarividencia otear) como decisivas. La ventaja era muy grande si se trataba –como el Batllismo lo hizo- de naturalizar en los cuadros de esa ambigüedad un contenido doctrinal, marcadamente “ideológico”, enterizo y polemizable, muy grande si se le quería afirmar paulatinamente a medida que ciertas resistencias eran vencidas (o sólo sobornadas...).
En un país habituado a esa misma indefinición doctrinal, al prestigio difuso de una “coparticipación” que cortaba horizontalmente cada partido en parciales de una línea dura y parciales de una línea blanda, el Batllismo proclamó el tipo de “gobierno de partido” (que tenía para su jefe antecedentes muy cercanos y familiares), un gobierno en suma, con definición y orientación unívocas, con un contenido programático total, dispuesto a gobernar en forma exclusiva y aun exclusivista, sin prorrateos, coparticipaciones o “uniones sagradas”. Y por todo ello, también, eligiendo (era “the heart of the matter”) sus colaboradores y altas categorías de empleados en su propio bando. Alegando atendibles razones de coherencia, fidelidad y confianza en el cumplimiento de planes y consignas, larga, variada, repetida, ondulosamente fundó Batlle tal temperamento que fue uno de los rubros de su conducta que más enconos suscitó (Nota al pie de página número 22: Las obras de Vanger y Lindhal traen testimonios abundantísimos de la casi inverosímil matización y cautela con que Batlle fundó este derecho según se dirigiera a hombres de su partido, a los adversarios, a determinados interlocutores, a periodistas, a auditorios indiscriminados, etc.).
Haber, en cierto sentido, redescubierto y perfilado esa entidad protagónica que fue el “partido político” en las primeras décadas del siglo (hoy, universalmente, sería difícil afirmar lo mismo), haber desechado la efusión de los ñoños y desteñidos “gobiernos nacionales” sólo acordes en lo obvio, fue una de las razones de la vitalidad juvenil del Batllismo pero también, y a la larga, una de las causas de su posterior falencia.
Señalemos dos.
Si su ideología se tiene en cuenta, esta dura caparazón sectaria explica que no haya habido esfuerzo alguno para integrar el ingrediente blanco (prácticamente medio país y probablemente más que medio en el siglo pasado). Tampoco parece haber habido suficiente comprensión del hecho de que si los dirigentes blancos defendieron clásicamente la “coparticipación”, esto obedecía a que ella era la única manera de hacerse un sitio, un sitio por lo menos en ese orbe estatal del que se los había relegado y destituido de todo derecho en por lo menos el plazo de un tercio de siglo que va desde la entrada de Flores a Montevideo hasta la época de Cuestas (Nota al pie de página número 23: Esta visión histórica del trasfondo de la coparticipación es la que falta en el análisis, por otra parte tan agudo, del profesor Lindhal.).
Pero esta filosofía batllista históricamente hostil al campo, urbana, “civilizada”, “racionalista”, implicaba también, más allá de lo político, seccionarse, al romper así con “lo blanco”, con ciertas fuerzas evidentes, auténticas, nutricias si bien imponderables de lo que de algún modo cabe llamar “lo criollo” y sus rasgos (comunitarios, tradicionales, campesinos, “vitales”, extrarracionales) tan opuestos a los recién marcados.
También por su irreligiosidad –más allá de la verdad o el error de tal actitud- ese erizamiento “sectario” batllista, importó otro descarte, igualmente empobrecedor de esas ciertas potencialidades que cualquier religión, por maltrecha que esté o por formal e institucional que haya llegado a ser, porta. Me refiero a las de religación cósmica, (Los términos “religión” y “religación” están etimológicamente vinculados, FB) y social, intuición, abnegación, contención de los impulsos egóticos, y en realidad, a todos los valores ajenos a la edad secular, inmanentista, burguesa que estaba apurando en Europa su último, espléndido y equívoco otoño. La debilidad de una política tácitamente carente de ellos se ilustraría muy poco después (y se estaba ilustrando ya) en esa “era de las revoluciones” que la de México estaba abriendo.
Es cierto, que, pese a todo, a medida que se fuera consolidando el proceso, el Batllismo encontraría bases de convivencia. Mediante ellas refirmaría lo que cabe llamar un “estrato de concordia” que nunca había faltado enteramente en nuestra historia, y esto lo hacía ahora con un Partido Nacional renovado, peligrosamente pujante y cada vez menos entusiasta de una “coparticipación” que ya le parecía poco. Los dos serían partidos con un “contenido”, alentados por un básico optimismo en el prospecto nacional y aquellas mutilaciones no serían percibidas neutralmente, como ahora estamos en condiciones de hacerlo, sino manejadas como arma política (que bien supo usar Herrera) de naturaleza sub-racional. Pero aun así, si contó el Batllismo con su propio aglutinante partidario no contó –o parece haberlo despreciado- con el del otro partido rival (y con el de la misma religión católica que jaqueaba en su respetabilidad (Han llegado a nuestros días los comentarios referentes a poner a Dios con minúscula, “dios”, por ejemplo. FB) y en sus posiciones sociales por una secularización minuciosa y por una campaña tenaz de desprestigio acerbo). (Nota al pie de página número 24: Claro que esta reflexión sólo será válida para aquellos que, considerando la laicización un bien, no la coloquen antes que cualquier otro fin. Para los que así lo hagan –y Batlle parece haber estado rozando tal categoría- estas consideraciones carecerán de significación.)
Ambos efectos deben eslabonarse en una crítica de la postura batllista ante el Uruguay. Una actitud que siempre pareció ser la de dividir por cuestiones no fundamentales para el desarrollo nacional (Nota al pie de página número 25: A esta postura (casi siempre fomentada por el imperialismo en los países mediatizados en cuanto se trató de diluir las resistencias tradicionales), fue llevado Batlle tanto por razones ideológicas como por dolorosos problemas personales y familiares que no interesa exhumar ya.), la de darle a la convocatoria para crear un país nuevo un tinte sectario e inicial, deliberadamente excluyente. Empero, fue el aglutinante “blanco” el que, sobre todo, se revelaría potente y recordaría a las esperanzas batllistas –para usar una ingenua y restallante réplica de nuestra historia deportiva- que “los contrarios también juegan” (Nota al pie de página número 26: Es interesante y no ha sido estudiada, la cuestión de hasta qué punto la actitud batllista identificó “lo católico” y “lo blanco” como umbilicados en una hostilidad común hacia su obra. Sin perjuicio de lo que pudiera resultar de rastreos más completos, hay que señalar como dato objetivo el carácter no-católico de los dos mayores jefes nacionalistas del siglo: Saravia, el militar y Herrera, el civil, de educación protestante por línea materna. A su vez, los máximos dirigentes del Nacionalismo doctoral y presuntamente “principista” (tal lo llama Lindhal) fueron liberales y agnósticos, como es el caso de Ramírez, Lussich, Martín Martínez e, incluso, importantes masones como Alfredo Vázquez Acevedo. Sobre el apoyo financiero y moral del catolicismo a las revoluciones de 1897 y 1904 mucho se ha controvertido; en el sentido afirmativo es valiosa, por su mismo carácter íntimo y desprejuiciado la correspondencia de 1908 del Dr. Andrés Lerena a Luis Mongrell (en “Luis Mongrell”, por Hugo Mongrell, Vigo, 1958, pág. 687). En cartas exhumadas en “Suplemento de El Día”, por don Angel Curotto, Jacinta Pezzana, la actriz italiana contratada por nuestro gobierno para dirigir la Escuela de Arte Dramático llama al Blanco “partido de aristócratas católicos” pero esto, a la luz de lo que se sabe con absoluta seguridad, difícilmente pueda tomarse por un diagnóstico socio-político solvente.).
No fue así con entera felicidad que el “enemigo” lo fijó el Batllismo en el interior. (Real de Azúa insiste en caracterizar de modo culpógeno al Batllismo como una suerte de “divisionismo” o “exclusivismo” contra el bando blanco, olvidando completamente la gravedad de las guerras civiles de 1897 y sobre todo la de 1904. Y que la victoria “tanto más brillante cuanto más generosa” no por ser generosa, deja de ser victoria. Habiendo una guerra de por medio, no es raro que los vencidos tengan que pagar precios muy, pero muy superiores en términos de “represalias de posguerra” -de todo tipo- a los que tuvo que pagar el bando blanco revolucionario y del aglutinante político del cual era la mayoría, puesto que los “calepinos” o blancos legalistas, eran la minoría. Con el criterio de Real de Azúa, los unitarios de Caseros tampoco habrían estado enteramente felices en caracterizar a los rosistas de “enemigos” luego de 1852, y tendrían que haberse sentado a conversar con ellos para sellar la unión del pueblo argentino. Franco habría tenido que sentarse a conversar con los republicanos luego de 1939, a efectos de sellar la unión de todos los españoles. Y por supuesto, enseguida después de terminar la guerra por las Malvinas o Falklands de 1982, Inglaterra y Argentina habrían tenido que sentarse a conversar el tema de la soberanía. Por suerte la memoria me es todavía fiel, y recuerdo bien de los periódicos de la época, que el gobierno de Margaret Thatcher se encargó de advertir al del entonces presidente argentino Galtieri, cuando ya la “Task Force” estaba en camino rumbo al Atlántico Sur, que si se tenía que llegar a la guerra, el tema de las Malvinas “se cerraba al menos por la presente generación”. Lo que equivale a 30 años por lo menos. Y esto se ha cumplido, porque no de otra manera tenía que suceder. En fin, sentencias de esta clase como la que comentamos, pintan de cuerpo entero una superficialidad, una puerilidad intelectual como diría Ortega, verdaderamente escandalosa. FB) Esto, hoy, y en una nación mediatizada por las constricciones ciegas de la economía internacional, inerme frente a la gigantomaquia de las superpotencias, se ve bastante claro, aunque puede replicarse también que tal percepción no se daba con la misma lucidez (y no podía darse en puridad) cinco décadas antes. Sin embargo, ya el mismo Artigas, ilustrando la concepción schmittiana de la política, un siglo atrás de Batlle, quería al adversario exterior que coligara todos los ingredientes de la patria que nacía. (Nota al pie de página número 27: Ante la probable expedición de Morillo al Plata afirmó Artigas que “hasta era necesaria, en momentos en que tratándose de cimentar con el mayor vigor el restablecimiento del espíritu público con la fraternidad de todos los pueblos, se necesitaba el objeto que, con exclusión de todo otro, reclamase los cuidados de todos”. {Correspondencia al Cabildo de Montevideo, el 9 de mayo de 1815}.)
También desde nuestra perspectiva, resulta casi seguro que el Batllismo con su prospecto bien intencionado pero parcial –sectario al fin- de los valores nacionales y de la historia uruguaya, con su seguridad infalible de en dónde estaban los justos y los réprobos, los intachables y los desconfiables, violento y a menudo procaz con cualquier clase de contrario, fue incapaz de darle a su conducta la amplitud cordial, abarcadora, generosa que hiciera de su “política de partido” una “política nacional”. Que no haya llegado a ella no, naturalmente, por la vaguedad, el compromiso, la indefinición, el intencionado lugar común, sino a través de una capacidad de “asumir” lo valioso del país en sus distintas vetas parece hoy, a la distancia, su manquedad fundamental.
Como si esto fuera poco, la heterogeneidad ideológica que bajo el “lema colorado” se cobijaba –una heterogeneidad que, con sus ventajas e inconvenientes el Batllismo tuvo que aceptar- sufrió siempre la “tentación de la amplitud” cada vez que un político de cierto volumen (Viera, Brum, Sosa, Terra) encumbrado desde el partido a las más altas posiciones estuvo en situación de abrirse a sectores colorados pero no batllistas como medio de aliviar el severo dictado que aspiraba a hacerle marcar el paso. Siempre así, por ese lado, soportó el Batllismo un latente desfibramiento ideológico cuyos efectos, en términos de debilidad global, serían bien perceptibles en 1933.
Tal como se recordaba, al enfrentar con hostilidad el latifundio ganadero, el Batllismo fue fiel a las pautas de un desarrollo modernizador de tipo nacionalista que (aun sin nuestra terminología), oteaba todas sus consecuencias. Es decir: las económicas (del monocultivo, de la baja tasa de inversión y de la inferior productividad por unidad), las sociales (de la excesiva concentración del ingreso, de la despoblación y la soledad, sin familia del sector peonal), las del atraso tecnológico, las políticas (del patriarcalismo caudillesco que en la estancia tenía su asiento). En esta hostilidad también era sensible el Batllismo al carácter predominantemente ciudadano que la línea política colorada que en él culminaba había tenido y a la filiación partidaria de la clase propietaria de la tierra en el bando blanco (una mayoría que estaba, contra lo que algunos creen, y sobre todo en el norte, muy lejos de la unanimidad pero que debía ser, -como lo es aún hoy- muy apreciable). (Nota al pie de página número 28: De este sector colorado y pro-batllista de estancieros del Norte provenía nada menos que Baltasar Brum.)
La crítica historiográfica de la izquierda en nuestro país ha marcado con elogio esta postura pero también con acritud –es su más severa crítica- una inoperancia práctica que permite afirmar que el latifundio: en concentración, magnitudes y poder pesaba tanto al cerrarse el período batllista como cuando éste se inició. Incluso Milton Vanger, al clausurar su historia de la primera presidencia de Batlle anota con involuntaria ironía cómo la consolidación de la autoridad estatal que el fin de las guerras civiles representó, fortaleció la estancia, la afirmó contra la voluntad muy explícita de Batlle de lograr su transformación en predios agrícolas y granjas multiproductoras.
Un antagonismo fue el batllista, en suma, que no tocó las estructuras agrarias, que se redujo a proyectos tímidos de colonización, a algunos desplantes amenazadores y sin consecuencias (los hubo famosos de Brum y mucho más tarde de Batlle Berres), a innocuas medidas fiscales desbordadas por la valoración firmísima de la tierra y sus productos (Nota al pie de página número 29: Batlle propuso que el propietario de la tierra fuera quien fijase el valor de su predio a los efectos de la Contribución Inmobiliaria con vistas al derecho correlativo del Estado de comprársela por este valor más un 20% (en 1905) y un 40% (posteriormente). Trató también con empeño de ajustar el tributo inmobiliario a los nuevos valores del agro y, entre 1905 y 1917 proyectó rebajas que llegaban hasta el 50% de la Contribución Inmobiliaria al propietario que dedicara determinada extensión de su campo a agricultura o bosques (en los de hasta 50 hectáreas hasta el 60% de ellos; en los de mayor extensión sólo la mitad del total gozaría de tal franquicia). Debe agregarse que desde entonces, explícitamente, la Contribución Inmobiliaria se cobró sobre el valor nudo de la tierra, descartándose las mejoras.).
De una actitud de tal tipo bien puede decirse que significó (si bien es difícil que se haya estado nunca en condiciones de predeterminarlo) una especie de filo, inestabilísimo pero persistente, entre mantener sustancialmente intocadas esas estructuras agrarias, pero también constreñir (o por lo menos no hacer nada por ayudar) el desarrollo desembarazado de ellas. No sería arriesgado pensar que tal postura y tal equivocidad implicó a la larga frustrar un posible desenvolvimiento de tipo privatista, que con debidos estímulos pudo llevar a nuestra economía por una coherente vía similar a las de Australia y Nueva Zelandia aunque, al mismo tiempo, representó un no alterar en casi nada el contexto social, ya que no lo hicieron proyectos encarpetados, medidas impositivas o amenazas. Agréguese todavía que el ideal de la granja y aun del huerto sureño fue el prospecto que alentó el Batllismo, que nunca encaró las magnitudes medias como solución. Hubo aquí, sobre todo, falta de imaginación, (precisamente “imaginación” es la gran carencia que señala Julián Marías en el carácter norteamericano en su libro “Estados Unidos en escorzo”–aunque desde luego y en mi opinión existen unas cuantas más-. Pero esto es una muestra más de lo profundamente norteamericanizado y norteamericanizador que era todo el proceso político del Batllismo, al serlo su conductor, como ya lo hemos dicho. FB) pues no era, en verdad, imposible concebir una medida “eficaz” desde el punto de vista económico (aunque se “pareciera” o “acercara” al latifundio) y postular otra jerarquía interna en el predio, otra organización, otros beneficiarios.
Muy positivamente, en cambio, tiende hoy a ver el juicio histórico progresivo el proceso industrializador que el Batllismo impulsó, si bien ya estaban inviscerados en él las deficiencias que más tarde cobrarían tan grave entidad. Con todo, podría alegarse que es normal que una industrialización comience en las ramas livianas, con un mercado pequeño, con una pesada dependencia del extranjero en el rubro de los insumos. Más singular es la situación de un proceso industrial que ya aparece enmarcado por una previa legislación laboral exigente y relativamente costosa pero esto, que no podrá menos que parecer una herejía a economistas de tendencia liberal (Nota al pie de página número 30: Un economista de tendencia liberal señalaría, casi con absoluta seguridad, que tanto en los países pobres y marginales como en los ricos y centrales, en los capitalistas como en los socialistas, los primeros y decisivos fondos para inversión se han obtenido de una explotación implacable de la masa trabajadora –en el primer caso- y de una constricción severa de ella y de toda la población- en el segundo. Casi nunca, o nunca, de una política laboral de inspiración humanista y del alto consumo {con débiles barreras aduaneras}.), difícilmente puede ser objetado desde un punto de vista nacional y humano.
Sin embargo, esta rica y en verdad contradictoria pluralidad de fines permite señalar lo que desde un principio (y sobre todo en la obra legislativa de los años más creadores) puede ser apuntado como una tónica general del estilo y la obra batllistas. Se da en este rubro, en la política de la tierra, en la de servicios públicos (como se verá), en la de enseñanza, en la de fomento cultural. “Querer hacerlo todo” es el nombre de esta debilidad prototípica, querer hacerlo todo simultáneamente, renunciando a la inexorable selección de fines (y al sacrificio de otros) que preside una conducta política eficaz; querer hacerlo todo, renunciando a ese calendario de “antes” y de “después” que aun la acción revolucionaria más abarcadora y radical no se priva; querer hacerlo todo y cumplirlo todo, desdeñando el efecto multiplicador de ciertos fenómenos concentradamente fomentados, y sobreapreciando la índole meramente corolaria de otros. Dejó esta postura, este talante una miríada de instituciones entecas y mediocres, de proyectos empantanados, y de alegres construcciones en el aire –y en el papel- expuestas a la languidez y a la muerte, barridas o por lo menos desarboladas (ocurrió frecuentemente en el período de Viera, de 1915 a 1919) a cada reajuste presupuestal malhumorado (Nota al pie de página número 31: Cítese, entre muchos ejemplos posibles, el Instituto de Pesca, el de Geología, el famoso puerto de La Paloma, la Orquesta Nacional, la Escuela de Arte Dramático. La misma enfáticamente proclamada gratuidad de la enseñanza superior (1914-1916) es también una muestra de ello y de la inflación de significados; su quedarse a medio camino se precisa mejor si se atiende a que representó sólo la gratuidad de las matrículas (a menos de $ 50.000.00 se renunció anualmente con su supresión), y en modo alguno la plena posibilidad del estudiante pobre de terminar sin apremios una carrera socialmente útil. Dignas de leerse sobre este aspecto, son las recientes consideraciones de Alberto Ramón Real en “Racionalización institucional para el desarrollo” (Suplemento de “Marcha”, N° 1208, pág. 15). Sobre la multiplicidad de proyectos que caracterizó al Batllismo, vale la pena contrastarla de nuevo con la actitud de Artigas, quien, también en 1815 y ante el proyecto de Agricultura para la Villa de Guadalupe, afirmó que “emprenderlo todo en estos momentos será no abarcar nada”.).
(O bien, como dice el proverbio, “quien mucho abarca, poco aprieta”. Y a propósito de la expresión “reajuste presupuestal malhumorado” hay que decir que mucho de la neurastenia del Uruguay se condensa en esos momentos verdaderamente especiales, de puja por un mejor reparto de una torta que la cada vez menor productividad laboral –desde luego que en términos relativos, con respecto a los países mejor posicionados en la batalla por el conocimiento- va haciendo más y más pequeña. Recordemos, palabra más o menos, una inmortal expresión de Julio Suárez, “Peloduro” en su “Diccionario del Disparate”: “Ahijuna”: “voz lanzada a cada rendición de cuentas del gobierno”, FB)
La política batllista de nacionalización integró al patrimonio del Uruguay, los servicios públicos fundamentales y este es uno de sus claros e indiscutibles méritos. No nacionalizó, como es obvio, el lazo umbilical que unía la economía del país, como un todo, a través del comercio exterior, con las vicisitudes de la economía mundial y sus (frecuentemente) inhumanos mecanismos. Esto no es una reserva a lo que se hizo –claro está- sino sólo el recuento de una de las realidades que el optimismo de lo conseguido tendió a olvidar. (Aunque rápida, crecientemente, haría sentir su presencia bajo la faz de ese “deterioro de la relación de intercambio” que se ha hecho conciencia tan obsesiva de nuestra presente insatisfacción de “periféricos”). (Es interesante, y bastante singular, que ni Samuelson y Nordhaus, en su “Economía” ni Mochón y Beker en su texto “Economía, fundamentos y aplicaciones” registren ese término “deterioro de la relación de intercambio” en su vocabulario. FB)
Ya estaban sin embargo vigentes en este nacionalismo económico empresario que –salvo tenues ensayos de participación de usuarios y de capital privado-, sería latamente un etatismo económico, ciertos trazos de las fuerzas que lo arruinarían en el curso de pocas décadas. Porque es el caso que desde el principio se pudo marcar en él ese excesivo rol de finalidades (recuérdese la reciente observación) –rebajar los servicios a los usuarios, hacer “justicia social” al personal, independizar al país de las tutelas externas, ser una fuente de recursos para el Estado, impedir la versión de las utilidades hacia el exterior –que, a fuerza de ser tantas no se cumpliría ninguna plenamente y que, como por su naturaleza no necesita demostración, se incomodarían unas a otras.
Exigiría, en verdad, un cuidadoso análisis financiero y económico, establecer por qué vías se llegó desde tantas esperanzas al actual deterioro. Igualmente lo impondría mostrar cómo el cambio de signos de ciertos fenómenos, habitual en la historia, condujo a resultados tan contradictorios con los de su visualización inicial. Cómo, por caso, la autonomía que para ellos aseguró la Constitución del 17, postulada como un medio de poner al margen de la política estatal una independiente gestión técnica y social, fue parando en un cierto tipo de feudalización que hace de cada uno de estos entes económicos un coto cerrado de sustanciales privilegios corporativos, una suerte de navegante solitario en la economía nacional, un “item” imprevisible e inmensurable, una pieza imposible legalmente de alinear en cualquier esquema de planificación y desarrollo. Tal análisis podría demostrar así, cómo la autonomía técnica, financiera, funcional con que se les dotó con el fin de ponerles al margen de la política gubernamental no consiguió librarlos de la politización directiva y burocrática que actuaría desde lo alto, a través de las disposiciones constitucionales y del imperio de los partidos, ordenando el reparto no sólo en la esfera clásica de la Administración sino en ésta, mucho más nueva y vulnerable. Añádase a lo dicho la posterior inflación que, encareciéndolo todo a un ritmo más rápido que las entradas originadas en tarifas (imposibles de aumentar todos los días, difíciles de hacerlo sin sustancial perjuicio político) causaría su ruina financiera y provocaría la obsolescencia irremisible de casi todos los equipos. Y tráigase a colación todavía el terminante desdén por suscitar algún tipo de movilización de un espíritu nacional y constructivo, un espíritu que pudo hacer un timbre de orgullo y un señuelo de escrupulosa defensa de lo que se convirtió con el tiempo en un botín a compartir y a aprovechar desprejuiciadamente, en una red de arrastre de votos y miserias (Nota al pie de página número 32: Anótese que esta politización, unida al ensanchamiento del Estado y a los males clásicos y consustanciales (papeleo, rigidez, lentitud, rutina) de la burocracia, ha alimentado la notoria ineficacia de nuestra administración, no demasiado resaltante a un examen comparativo, reconózcase, si se exceptúan las horrorosas cajas de jubilaciones, desbordadas siempre por la improvisación y la “generosidad” legislativa, envilecidas por la rapiña y el engaño de los desgraciados. En lo que tiene que ver con la “insularidad de los Entes”, su realidad admitiría atenuación en estos últimos años, por cuanto el Poder Ejecutivo parece más inclinado a usar las facultades que le concede, no tanto el artículo 199, como el 222 de la Constitución. La magnitud de los reclamos presupuestales al ritmo de la inflación y la gravosidad social de los aumentos de tarifas así lo están presionando. Pero la posición global de los Entes, con todo, permanece invariable.). (Leyendo párrafos de esta clase, uno comprende –después de todo, un texto cualquiera nace para ser comprendido, más bien que explicado- de qué modo las miserias intelectuales y morales del Uruguay se iban a transformar inexorablemente con el tiempo, pues así debía suceder, en miserias materiales. Que es la fase del proceso que estamos presenciando hoy en día, FB)
Tal es, seguramente, la versión más importante del estatismo batllista y del país que modeló, un estatismo que modernizó los mecanismos del Estado a la altura de su tiempo, los amplió en el área administrativa y los hizo servir a “funciones secundarias” de tutela, gestión industrial y enseñanza. Pero también tiene otros aspectos, en cierto modo larvarios, pero muy definitorios. Con la no infrecuente invocación a los derechos de un Estado llamado a reemplazar la autoridad paternal y familiar, y (en general) la de todos los grupos intermediarios entre él y el individuo, configuróse un “estatismo” de estilo jacobino que permaneció sin embargo, en “estado de suspensión”, programático, semiutópico.
Dejando este último e interesante aspecto de lado, se ha señalado en cuanto a la expansión de ese Estado y al carácter casi desmesurado de “providencia” que iría asumiendo, qué coherente e inexorable resulta tal fenómeno en todo proceso de crecimiento cumplido en un país donde los horizontes de la gestión privada y su poder empleador son estrechos, el monocultivo extensivo domina y al cubrir estas deficiencias, por erróneas que puedan ser sus técnicas, el esfuerzo estatal tiene un carácter multiplicador no desatendible. (Todo esfuerzo humano tiene un carácter multiplicador, el conocimiento de un idioma facilita el conocimiento de otros relacionados, p.ej., inglés-alemán y viceversa, los conocimientos de sociología o de historia facilitan los de política, y así los ejemplos podrían multiplicarse –valga la reiteración del término- hasta el infinito, FB)
Sería también más tarde (es el estribillo de este recuento) que se podrían apreciar todos los peligros de esta ambiciosa prolongación de lo estatal en la sociedad y su correlativa promoción de cierto “providencialismo” de lo político que fue la forma concreta que aquélla adoptó en nuestro régimen. Tal vez, el más importante de ellos haya sido el desprecio de toda espontaneidad de la iniciativa extraestatal, el desdén por apelar a esos reflejos puramente sociales de decencia, iniciativa y cooperación entre individuos que fue uno de los timbres y rasgos históricos de la concepción anglosajona de la democracia y una de sus más activas fuerzas. Sería probable, por ello, que esta omnipresencia del poder público hubiera fomentado males por una acción a dos puntas, pues, si por un lado condujo a esperarlo todo del Estado (o más concretamente del favor político o de la intermediación política), por otro pudo contribuir a robustecer esos reflejos, ya viejísimos, de origen español, que son los del insularismo, la desconfianza a la administración, la indiferencia moral a toda infracción que con ella se cometa. (Como dice un gran amigo mío, vivimos en un Estado kafkiano, donde, en lugar de suponer que “todo hombre es bueno hasta que se pruebe lo contrario”, se procede al revés, se sospecha de todo y de todos, tanto el Administrador de los administrados, como viceversa. Ortega extiende la falta de respeto de los ciudadanos por el Estado a todos los países latinos, no sólo a los hispánicos, en su libro “La Rebelión de las Masas”, FB) La verdadera tradición nacional que fue el contrabando no se debilitó ciertamente con este estado de espíritu, ni tampoco las más desmedidas prácticas usurarias, mientras tenderían a configurarse algunas menos tradicionales pero no ciertamente sin antecedentes, basadas en la colusión del interés privado y el Estado, una colusión que ha conocido (y conoce) formas variadas y de gran refinamiento.
V. Dialéctica interna en segundo tramo. (Real de Azúa, 1964: 58-74).
En la misma obra que el Batllismo emprendió, en todo lo realizado entre 1903 y 1915 ya se hacían presentes todos los rasgos recién registrados. Sin embargo, cabe una pregunta: ¿cuál fue su despliegue, cuáles los caminos de su plena formulación hasta llegar hasta nuestros días? La interrogación es incitante por más que para contestarla deba de hablarse (subordinando imaginativa, metódicamente, factores exógenos) de una dialéctica, de un crecimiento interno de lo que ya se hallaba actualizado.
Sin posibilidad de indagar en el juego de “infras” y “superestructuras”, (Ambos términos competen a la teoría económica tal como la concibe Karl Marx. “Infraestructura” refiere a cómo se disponen las relaciones económicas de producción, en particular, entre la clase social poseedora de los medios de producir, y en general, con acceso a la propiedad –la “burguesía”- y la clase privada de ellos –el “proletariado”. En cambio, “superestructura” refiere a las instituciones políticas, jurídicas, sociales, a toda la armazón legal en general, que, según Marx, se halla rigurosamente determinada por la infraestructura. Por ello se suele decir que Marx representa, tal vez más que ningún otro, la “interpretación económica de la historia”, FB) comencemos por el hecho de que en un tipo de industrialización como la referida, carente de un mercado suficientemente amplio, esencialmente ligera y podríase decir, “terminal”, descansó en forma sustancial la vigencia del Batllismo. Ella es la que las presentes promociones nacionales han heredado, y cuya debilidad dicta los desesperados esfuerzos por la integración económica que hoy se arrastran por reuniones de técnicos planificadores y variados especialistas.
El período que en estrictez cabe ver dominado por la persona de Luis Batlle Berres (1946-1958) se desarrolló bajo su signo, aunque en nuevas condiciones que antes no se habían dado: primero aprovechando la coyuntura internacional: cierre de la guerra mundial, “guerra fría”, guerra de Corea; al fin, coincidiendo con la caída radical de nuestras exportaciones y con la difundida alarma ante una relación de intercambio cada vez más adversa.
Pueden señalarse hoy las carencias de esta política de industrialización con inflación y subsidios, fijaciones de precios y tipos cambiarios por más que de algún modo salga en su retrospectiva defensa el hecho de que “alguna” política de industrialización es necesaria y siempre es mejor algo que nada. Si se la examina, con todo, desde el orden de ingredientes en que descansaba es inexcusable llegar a ciertas conclusiones sobre su real eficacia promotora.
Implicaba (para comenzar) un Estado político arbitral entre grupos competidores por la promoción –y sus ventajas o por la elusión de sus perjuicios-, una función “intervencionista” que desde entonces nuestro Estado desempeñó en forma mucho más masiva de lo que en el pasado lo había hecho. Utilizar estos poderes con un criterio menos orgánico que inmediato y salidor del paso fue un estilo que se perfiló rápidamente. Utilizarlos con sentido mucho menos económico que político-electoral y personal no era, en cambio, una novedad en el país (ya veinte años antes había recibido el Batllismo el mote de “salvismo”); cabe empero afirmar, sí, que el desplazamiento de los móviles de una zona a otra se hizo mucho más patente y sistemático.
Tenía –para seguir- esos límites precisos e inexorables que la magnitud de un mercado pequeño y la misma índole de la industria ligera fijan.
No contó, parecería, con la clase técnico-administrativa eficaz y desinteresada que era requerible para una política que implicaba operaciones como las de fijación de costos, y tipos cambiarios o si la tuvo, toda ella, o por lo menos sectores decisivos, estuvieron demasiado trabados por el papelerío, la rutina burocrática y la politización electoral.
No vigilando, además, en su base, la producción primaria del agro, castigada por vía fiscal y cambiaria pese a nutrir cabalmente nuestros rubros de exportación, (Sobre el agro, en todo este período posterior a 1904, pesó indudablemente aquello de “¡Ay de los vencidos!”, y permítaseme recordar la frase, pronunciada años atrás, del ex intendente de Cerro Largo, y actual candidato a la Vicepresidencia por el Encuentro Progresista-Nueva Mayoría, Dr. Rodolfo Nin Novoa, de que por cada 100 pesos que se recaudan de impuestos en el Uruguay, 97 van a la ciudad y sólo 3 al campo. FB) se asfixió a la larga en sus posibilidades de divisas y en todo ensanchamiento eventual del mercado de consumo.
Por último, y por más que hoy tendamos a ver este período con mayor equidad de lo que lo hacíamos al cerrarse, no resulta calumnioso decir que un segundo (y posteriores tramos) de este proceso industrializador descuidó ciertos valores de contención, sobriedad y decoro que éticamente –es obvio- son siempre deseables. Este descuido plantea las relaciones nada unívocas entre moral, economía y política pero aventúrese sólo que él le ganó al proceso industrializador –lo mismo que al de nacionalización y estatización- resistencias y animadversiones que hubieran sido conjurables y que han facilitado la propaganda reaccionaria contra sus mismos fines. Y si es cierto que la industrialización ha sido en casi todas las naciones fuente de escándalos, pretexto de rápidas y desmesuradas fortunas, muy distintos son los casos de Estados Unidos y Brasil (pongamos estos ejemplos), enormes cuerpos sociales que parecen capaces de sobrellevar cualquier rapiña y nuestro pequeño Uruguay. Nuestro país tan corto y resonante, tan hecho de equilibrios y contrapesos, tan sostenido por precarias, evaporables excelencias.
He subrayado un carácter arbitral y él tiene sus corolarios. Con preferencia hacia los sectores sociales (clase media burocrática, artesana y pequeño comercial, empresarios industriales, proletariado urbano) en los que tenía su mayor clientela electoral, el Batllismo fue sustancialmente fiel a la naturaleza policlasista de nuestros partidos tradicionales. Un rasgo mucho menos excepcional –dígase de paso- de lo que un marxismo vulgarizado suele pensar y muy explicable en agrupaciones cívicas como las nuestras, nutridas desde el principio, en una sociedad de ambiguas tensiones socio-económicas, por el factor emocional de “la divisa” y el poder del vínculo personal (que sociológicamente se expresa –en Uruguay- en dos nociones muy diferentes, “caudillismo” y “particularismo”, significando este último concepto –según Talcott Parsons, y por oposición a “universalismo”- “normas de conducta basadas en lealtades familiares y vecinales”, ambos conceptos, aunque significan cosas diferentes, testimonian la fuerza del vínculo personal. FB) organizando séquitos políticos de gran diversificación interior. (Nota al pie de página número 33: Este rasgo policlasista explica, por ejemplo, que siempre que –muy raramente- tenga que atacarse de frente algún interés global de clase, de designe a ésta adosándole una frase adjetival de índole peyorativa pero de clara intención limitativa. Así, los propietarios agropecuarios son “los estancieros retrógrados” o los “latifundistas” de igual jaez; los empleados públicos “la burocracia omisa” o “excesiva” o “superflua”; la clase obrera “los trabajadores engañados” o “mal conducidos”; el comercio, el “intermediadio abusador” o “antisocial”. Y no es casual la mención, ya que se trata de los grupos que, esporádicamente, son atacados en el país.)
No es fácil establecer el vínculo entre esta postura que todos han respetado (y el Batllismo entre esos todos) y la política económico-social que cumplió mientras fue la fuerza impulsiva del Estado en las primeras décadas del siglo. Pero si ese vínculo no es fácil, y sobre todo no es inequívoco, parece poco discutible que existió y que su primera manifestación fue convertir ese Estado, o ese Poder que dinamizaba su política en el “árbitro de la sociedad”, una sociedad, como todas las capitalistas y liberales, inorgánica, seccionada en clases, atomizada en grupos que pretenden dirigirlas y representarlas. (En suma, lo que hoy, en la jerga sociológica, se conoce como “sociedades complejas”, FB)
Ya se ha hecho mención a este aspecto en el recuento del proceso industrializador. Cabe ahora darle la mucho mayor extensión que posee. Y si sobre él se reflexiona, es posible señalar que esa es la condición normal de un Estado y un Gobierno modernos en una sociedad común de Occidente, sean policlasistas o no los partidos que los detentan. Puede juzgarse la realidad desde el punto de la salud política y social de una sociedad pequeña y relativamente atrasada como el Uruguay de este siglo y sus primeras décadas y concluirse que ella no es grave cuando esa pluralidad de sectores se integran dentro del partido mismo y reciben desde dentro de él un fallo a sus aspiraciones. O cuando también (como ocurre, incluso en los prospectos de desarrollo económico de tipo no comunista) hay una visión de la comunidad que se quiere alcanzar y de los sectores sociales que en el logro de esta meta pueden colaborar.
Tal como entre nosotros se ejerció, tiene su sentido más angosto ese “poder arbitral”, maniobrando en una sociedad inorgánica de grupos en pugna por no perder su parte a prorrata de la renta nacional, actuando por medio de decisiones de índole esencialmente compensatoria, reglándose (como ya se decía) con crudo criterio político y electoral.
Este estilo reguló la incidencia estatal en todos los sectores, desde el laboral hasta el fiscal, pero encontró después de 1950 su campo predilecto en la política estatal de precios, salarios y subsidios. Y si su alcance era inmediato –“inmediatista” su móvil- se comprende, a sentido contrario, que careció casi siempre de perspectiva de futuro y de toda preocupación en la repercusión económica lejana –y aun cercana- de cada solución. Tal sello se le imprimió al régimen impositivo, en el cual el tributo llegó a ser instrumento de retorsión y hasta de disciplina electoral, como lo serían más tarde la concesión o negativa de subsidios y los reclamos de todos los núcleos sociales.
No es pensable que tal política: conceder, sin quitar aparentemente a nadie, aumentos nominales de sueldos y salarios, de costos y precios, creación de poder de compra y de “poder de ganancia”, no haya sido una de las fuentes del proceso inflacionario (que sin duda tiene otras) o un refrendo legal de lo que –por lo menos- no se buscó nunca contener. Y, en verdad, si “desarrollo con inflación” –cierta inflación regulada- es hoy casi el dogma para toda economía inmadura, lo cierto es que el signo de lo que cabe llamar la “postdata batllista” y los mismos seis años que la han seguido es “inflación sin desarrollo” y renuncia “ex-limine” a toda contención planificada de ella, a toda dilucidación entre sus posibles beneficios y sus males de inestabilidad social y psicológica, injusticia, lucros desmedidos y desaliento de todo ahorro en signo monetario nativo.
Que la inflación devoraría a la larga la relativa eficiencia de nuestros servicios públicos, arruinaría los institutos de tutela social convertidos en vergüenzas y tugurios y que ese habilidoso arbitraje haría a nuestra sociedad desdeñosa de todo cambio de estructura, (la expresión “cambio de estructuras” fue un slogan, una consigna, de la izquierda política en los años sesenta, que no se volvió a repetir tras la reinstitucionalización democrática en 1985, FB) de todo impulso radical y valeroso (ya que cualquier reclamo tiene aparentemente el destino de ser oído y atendido) no son sin duda la culpa exclusiva del Batllismo, pero sí del estilo político de facilidad y conformismo, de piedad, de contemplación del “interés creado” (Nota al pie de página número 34: En cierta propaganda de “El Día”, en oportunidad de la candidatura del Sr. César Mayo Gutiérrez, se decía de él, como máximo elogio, que nunca había vulnerado “ningún interés creado”.) que en la vida nacional impuso.
“Política de redistribución” es la síntesis. Dejando de lado lo mucho aparente de ella, los márgenes muy relativos de lo efectivamente re-distribuído, vale para trazar una antítesis con una “política de producción” y aun con otra de producción y redistribución simultáneas. No es incorrecto afirmar que tras sus primeros bríos promotores, el Batllismo libró la producción del país a lo muy problemático que pudiera brindar –dadas las estructuras- su espontaneidad natural. Juzgándola como un todo, de ahí resulta su precariedad, su debilidad.
Hay un argumento, muy caro a los vulgarizadores yanquis de “relaciones públicas” empresarias. El es el de que sólo “agrandando la torta es posible agrandar los pedazos”. Fuera de los Estados Unidos, cualquier meditador advertido husmea la trampa colocada: en ciertas cocinas no hay tortas que crezcan sin que después los pedazos más grandes que se cortan en ellas lo sean cada vez más. Y aun si las proporciones se conservaran, esto no evitaría el escándalo moral y el peligro social de ciertas desigualdades. Sin embargo, la lección que se desprende de toda economía revolucionaria eficaz (Una probable referencia a los éxitos iniciales de la Revolución Cubana, un episodio, como es sabido, que marcó muy hondamente la mentalidad de los intelectuales latinoamericanos durante los años sesenta, FB) es que no hay soluciones redistribuidoras que no vayan engarzadas en la promoción productiva, y que más producción y mejor redistribución son dos incógnitas que tienen que despejarse juntas, dos frutos que no pueden crecer muy distantes.
Si el temple instintivamente antiempresista del Batllismo y aun su inarticulación económica le evitaron adherir a tal sofisma, sus direcciones, ni antes ni ahora, parecen haberle aproximado a la buena vía.
Retrocediendo a los términos estáticos de su programa, es evidente que el Batllismo quiso alcanzar una sociedad sólidamente centrada en las clases medias y un proletariado integrado por técnicas evolutivas y –a través de ellas- tácita pero efectivamente “aburguesado”. Tal aspiración, tal proyecto es inseparable de su filiación en lo que suele designarse “democracia radical de masas”, de tipo francés y su correlativo acento “jacobino”, dogmático, intensamente igualitario, secularizador. Que tal congregación ideológica se diera en una nación marginal, extraeuropea, de economía monocultivadora es la nada pequeña nota diferencial que en este punto, como en tantos otros, tendría peso decisivo. Porque, es del caso preguntarse, desde nuestra altura histórica, qué viabilidad y qué vitalidad podía tener en el futuro una sociedad de tal composición.
La expresión “clase media” (como tantas veces se ha observado) recubre estratificaciones muy variadas y en un país del tipo del Uruguay era inevitable que los sectores céntricos se nutrieran sobre todo con el aporte burocrático de un Estado en crecimiento, con el pequeño comercio –en un país en que la intermediación ya era tracicionalmente fuerte y nutrida-, con el sector profesional-liberal, en tierras en que el doctoralismo académico, lleno de frustraciones y pretensiones, había sido ya por esos tiempos señalado como una amenaza por conservadores y progresistas.
Los tres núcleos configuran, en suma, “viejas clases medias”, con la caracterología que el marxismo (no siempre con mesura), les ha prestado: contradictorias, indecisas, complejas, tuteladas y tutelables, tironeadas entre el moralismo y el economismo, el puritanismo y la sombría avidez personal. Todos estos rasgos, en alguna medida, han presentado entre nosotros pero, sobre todo, han sido la máxima expresión de ese gran desarrollo “terciario” que hoy los análisis económicos serios señalan como la gran desmesura nacional. (Por más, anótese de paso, que algunos comiencen a aceptarlo, señalando –no sin cierto ánimo de paradoja- su acorde premonitorio con la estructura de las más modernas sociedades industriales).
Al margen de este eventual debate, parece fuera de duda que el Batllismo no buscó tal cuadro y que fueron otros, e intuitivamente “actuales” sus designios, tales como promover la industria con todos sus alcances, programar la modernización de nuestra producción agraria, ilusionarse con el futuro de la pesca y la minería, impulsar la educación técnica, tratar de alentar a la granja, ensanchar el Estado hacia la gestión económica. Empero, por un impulso más fuerte que todas estas apetencias (muy episódicas algunas de ellas) es difícil negar que el país que el Batllismo modeló contenía ya, potencialmente, tal resultado. Creo que a tales efectos concurrieron sobre todo el sistema de tutela y seguridad social (jubilaciones y pensiones), la política educacional en su versión mayoritaria (esto es, “culturalista”, intelectualista, universalista), y un desarrollo burocrático dictado en buena parte (si bien ésta de magnitud discutible) por conveniencias electorales.
Respecto a los tres, existe cierta seguridad para pensar que los efectos del primer factor, en cuanto a la estabilidad y magnitud del ingreso, resultaron en general abrumadoramente mesocráticos. Que los del segundo, lo fueron igualmente, en cuanto se promovió una cultura –y a veces sólo un barniz de ella- distraída de toda realidad inmediata, ajena a toda práctica productiva y tangiblemente creadora. Y en lo que tienen que ver con los del tercero, también cabe orientarlos en la misma dirección, porque aun en esa política integracionista del proletariado (diluídos los primeros agresivos núcleos extranjeros) la eficaz terapéutica tuteladora del Batllismo se canaliza hacia ese fin.
Si una conclusión es lo que se busca sobre el futuro de compuestos del tipo precedente no es difícil que ella fuera la de que las sociedades de “vieja clase media” ya hicieron su hora universal. La de que –también- es menos viable que en cualquier otra área de la tierra en este mundo periférico que tan de mala gana integramos. (Uno de los más tremendos problemas existenciales del uruguayo medio es el de odiar su destino, y Real de Azúa participa a cabalidad de ese karma, si así puede llamársele. FB) Y más evidente resulta aún esto si no se toma en cuenta (como no sé que se haya hecho por algunos argumentadores) el distingo hoy posible entre esos viejos sectores medios y los nuevos núcleos mesocráticos de promotores, técnicos, científicos, intelectuales, organizadores, empleados que la sociedad moderna madura, sean cual fuere su régimen social, reclama. (Unos núcleos, agréguese aun con peligro de digresión, con los que es incluso peligroso romper “el continuo” que lleva desde ellos, al “proletariado”, puesto que todos forman, sin artificiales distingos, las “clases trabajadoras” accedidas a la dirección de la historia.) (En esa nómina que pretendió evidentemente ser bastante exhaustiva, debió figurar la clase política, “los políticos”, los que, aún desacreditados, siguen y seguirán dirigiendo los países y la historia, por más que hoy –y es un rasgo norteamericano al que nos referimos en “Swift and the signs of the present times”- se pretenda suplantar la política por la administración. FB)
Entre otras posibilidades, queda, es cierto, la presunta vitalidad de una “burguesía nacional”, cuya incipiencia vio el análisis marxista como un mérito y hasta un sinónimo del Batllismo, configurando una estratificación mental de confianza que aún puede verse en planteos tan oficiales como los de Rodney Arismendi. El tema no puede ser desarrollado aquí pero hay fundadas razones para pensar que hoy, sin la anteojera de citas prestigiosas sólo es posible esta fantasmal “burguesía-nacional” bajo ciertas y taxativas condiciones. Unas condiciones que son un gran mercado, un desarrollo industrial promisorio, un conflicto con la corriente de bienes proveniente del comercio exterior, una confianza intachable en una estabilidad social interna y externa. Una suma de ingredientes, es fácil verlo, que hoy en pocos lados se dan (la amenaza revolucionaria universal, por ejemplo, penetra aún en las sociedades de más sólida estratificación ) con lo que es posible concluir que el Uruguay de estos años no es una excepción a tal carencia.
El agrandamiento del Estado que el Batllismo propició entre sus fines predilectos (la noción de “instrumento” y la de “fin” en sí mismo se confunden a menudo inextricablemente), el ensanche de la base administrativa pública, si quieren usarse términos más concretos, creó (como cualquier uruguayo lo sabe) un aparato burocrático sumamente complejo. Ahora bien: ese aparato, por su propia densificación y por insertarse en una sociedad de grupos que en sus niveles medios (por lo menos) actúan con carácter neutralizador, compensatorio, de alguna manera equilibrante, tendió a dar origen a un grupo social más, un grupo relativamente independiente de cada uno de los otros (es pura hipótesis la conjunción de todos a su frente) e independiente, en especial, de la estructura productiva. Se trata, como es obvio, de un fenómeno general de la sociedad contemporánea, tan positivo a veces como regresivo otras. El Uruguay no constituye una excepción a esta equivocidad, pero puede también defenderse que hoy está entre las colectividades más marcadas por la vertiente nociva de sus resultados. Ayuda, en nuestro caso, a ello, una conjunción de circunstancias entre las que se pueden alinear una sociedad política que (como habrá que plantearlo casi enseguida) se esclerosa e institucionaliza hasta hacerse prácticamente intangible; se alcanza una situación de equilibrio social en la que ningún sector o clase es capaz por sí sola de provocar la ruptura y- al mismo tiempo- el descaecimiento de la moral pública alimenta las tendencias del orden burocrático-estatal hacia el rol más nutrido, y abusivo, de privilegios. Unida, inapelablemente unida a los partidos, la politización de ese sector tendrá que pagarse –y se paga abundosamente- en términos de ineptitud individual e ineficacia global, unos términos que si son difícilmente “demostrables” no escapan a ninguna experiencia. Pero también la politización tiene otra expresión que pudiérase calificar de típicamente uruguaya. Es la de un cierto “continuo” entre lo burocrático y lo político (o a la inversa), que la dirección partidaria de los grandes entes autónomos del Estado y la existencia de todo un sector de “cargos de confianza” facilitan y aun franquea el absoluto fracaso de los intentos de crear una carrera administrativa fluida y cerrada a intromisiones. (Nota al pie de página número 35: Este pasaje de la política a la administración es una posibilidad con la que cuentan los políticos que han sufrido contrastes electorales o que, simplemente, quieren mejorar su situación personal cerca del retiro, tal como ocurre con la eventualidad jubilatoria para los que dirigen los Entes bancarios del Estado, acumulable a la que serán acreedores por los servicios prestados en Cámaras, Consejos o Ministerios.)
Lo anterior es simplemente una ilustración de una realidad más amplia. Y ella es que todas las garantías logradas en los cuadros de un Estado y un Gobierno que difícilmente podían juzgarse un “reflejo de la nación” –unos cuadros en los que las minorías debieron, con sangre, sudor y verba, tallarse un sitio- mostraron, con el correr del tiempo, su ambigüedad.
Esta revelación es, naturalmente, posterior a la Constitución de 1917 y a las leyes políticas que se escalonan hasta 1925, con las que puede decirse que el Uruguay (políticamente) se hace para todos; miradas las cosas desde mayor distancia, no faltará quien diga que tal indisciplina en las consecuencias ocurre en toda colectividad marginal cuando ciertas instituciones de inspiración europea y moderna culminan el proceso de su maduración.
Algunos fenómenos uruguayos parecen capaces de ilustrar la realidad de tal cambio de signo. Creo que esto es lo que ha ocurrido (y ya ocurrió en pleno ciclo batllista) con el voto secreto, del que pueden decirse muchas cosas pero no ciertamente que haya desalentado múltiples formas rampantes de cinismo cívico-moral y el tráfico del sufragio (sobre todo) en base a pequeñas y a veces sólo promisivas ventajas. Tal, también, lo que sucedió con la representación de las minorías y el principio general de la proporcionalidad, dos principios que (después de devolverle al Partido Nacional el sitio que le correspondía en la lógica democrática, después de darle voz a los pequeños núcleos de ideología coherente) han tendido a fragmentar a los partidos y a ese algo mucho más importante que ellos que es “el querer” de nuestra colectividad nacional. Y como sólo se mide el daño si se visualiza la alternativa, aventúrese que ese querer de la nuestra como de cualquier otra es, última, radicalmente simple y coherente si éste se atesora sin engaño y sin los intereses creados de los grupos de privilegio y las castas políticas, si se le “simplifica”, en fin, de todas las divisiones artificiales, si se rastrean las apetencias (y se las sirve) de seguridad, paz, bienestar, independencia, decoro, que alientan en la mayoría de los hombres y mujeres de cada pueblo.
No es prudente afirmar que la fragmentación de la voluntad social en innumerables canales y compartimientos vigilados y aprovechados, abiertos y cerrados por celosas direcciones partidarias, haya sido, en el Uruguay, el fruto de un “plan” ajeno. Porque hubo y aún hay (mírese al Africa negra de hoy) un plan de amplitud universal, expreso o implícito, y en cierto modo diabólico, que las fuerzas de la imitación y la corrupción imperialista, en esto al amparo de prestigiosos dogmas universales, han cumplido. Vistiendo los países extraeuropeos más débiles con todos los vistosos figurines de la modernidad política europea se han remachado cadenas, se ha dividido, corrompido, distraído, planteado falsas pugnas. Del Uruguay puede decirse que aunque objeto, casi un siglo antes, de una balcanización de soberanías, pieza predilecta de esa acción imperialista dotada de airosa cohonestación ideológica, para los tiempos de Batlle sólo resulta prudente aceptar que tal fragmentación, contribuyendo a la alta onerosidad de la superestructra política, ha reforzado, más que nada, el oscurecimiento de todas las cuestiones nacionales básicas, ha promovido la futilidad –sería calumnioso (para el adjetivo) llamarle “deportiva”- de esa misma política, ha definido su carácter decorativo, postergatorio e irrespirablemente menor.
(Un párrafo que merecería ciertamente, más de un comentario. Para empezar, Real se equivoca de medio a medio cuando pretende comparar realidades del “Africa negra” –repárese además, en lo amplísimo de esa denominación- con las sudamericanas, olvidando la abismal diferencia de ambos procesos de colonización, siendo sumamente distintos los pueblos colonizados y los colonizadores en ambos casos. Sud América es un continente completamente europeizado, no contando para nada su población indígena, no tanto en términos numéricos, que en algunos países son importantes, sino en términos de formación de las pautas culturales de la sociedad como un todo. Allí donde el indígena es numéricamente importante –Bolivia, Perú, México, etc.- está segregado. No es el caso del Africa, en donde, tras la independencia política –con todo lo nominal que ésta haya podido ser en muchos casos, si no en todos ellos- el nativo de esa región ha accedido a los más altos puestos de la Administración. Así, en un continente, el sudamericano, la aculturación del nativo ha avanzado de manera irreprimible; en el Africa Negra, muy poco en comparación. Sud América es así un continente completamente europeizado; Africa Negra, muchísimo menos. Por eso Real de Azúa, si hubiera pensado con verdadera honestidad intelectual el problema, no habría debido desaprobar que nosotros los latinoamericanos seamos dóciles a las pautas europeas y norteamericanas, -o como dice él, a sus “vistosos figurines”- puesto que apenas si podríamos concebir la vida humana de otra manera. Muy distinto es el caso de Africa.
En cuanto al carácter calificado de “menor” de la política uruguaya, Real lo atribuye a la fragmentación de los llamados “partidos tradicionales”. Fue una prédica de la izquierda política uruguaya –también de muchos sociólogos e investigadores no necesariamente relacionados con ella- durante mucho tiempo, en efecto, el decir que blancos y colorados eran en realidad, “federaciones de partidos”, acuñándose el término “bipartidismo fragmentado” al sistema político de nuestro país. No creemos nosotros que la fragmentación política sea una causa del “carácter menor” como diría Real de Azúa –nosotros preferimos decir, “pueblerino” o “aldeano” – sino que la causa debe buscarse precisamente en la insignificancia del país en términos de población, lo que desde luego trae otras consigo: la política, económica, intelectual, etc. Ortega tiene en éste, como en tantos otros temas, la palabra exacta, cuando afirma en “España Invertebrada”, Ed. Espasa-Calpe, 1984, pp. 49-50 lo que sigue (los resaltados en negrita son nuestros): “Las grandes naciones no se han hecho desde dentro, sino desde fuera; sólo una acertada política internacional, política de magnas empresas, hace posible una fecunda política interior, que es siempre, a la postre, política de poco calado”. FB)
En esta realidad no es evitable señalar dos trazos, en puridad conexos que el Batllismo iría asumiendo, pues si bien Pedro Leandro Ipuche habló –y la expresión ha hecho fortuna- de “mística batllista”, posee sentido, sin embargo, desdoblar su entidad en un par de elementos.
Sin perjuicio de una capacidad de maniobra, de un registro táctico tan amplio como los de sus contrincantes y probablemente digitado con más habilidad, su propia fe en “lo ideológico”, el triunfo de muchos de sus postulados, el exclusivismo partidarista de que hizo gala pararon conjuntamente en un dogmatismo de clara evidencia. Déjese de lado que ese dogmatismo expone en buena parte condiciones sociales muy diferentes a aquellas que daban franquía a la apacible tolerancia, al diálogo ininterrumpido de las facciones doctorales de fines de siglo. Importa más señalar que la tan legítima admiración a Batlle convirtió muchos de sus dichos en aforismos repetidos como ensalmos, en soluciones de validez ucrónica que se manejaron con una literalidad verdaderamente talmúdica. Es una práctica reiterada hasta el presente aunque, con seguridad, con muy decrecida fe en su eficacia. Pero si el dogmatismo es factor de fortaleza cuando una fuerza política funcionaliza su brega a metas en verdad conquistables, muy otra es la situación cuando él sólo consigue dar una apariencia de vida a lo que ya es fachada, cuando el agotamiento de una circunstancia exige reajustes y una maleabilidad desprejuiciada para las inflexiones que llegan de realidades cambiantes o inéditas. (Nota al pie de página número 36: Por todos estos rasgos el Batllismo es un típico “ingroup”, (una característica que también se ha marcado en el Aprismo) y por ello sumamente blindado a las evidencias de cualquier envejecimiento de sus postulados y de toda decadencia de sus cuadros dirigentes.)
La intransigencia, el abierto sectarismo político que importaba la fórmula batllista del “gobierno de partido para el país” resultó un coligante poderoso, un activo factor unificador mientras existió una tarea a realizar –monopolísticamente-, mientras fue visible un norte alcanzable a perseguir.
Se supone que desde tales situaciones cuando este señuelo se borra o no es seguible, los partidos ingresan en aguas de tolerancia, de relativismo, de compromiso. Que al Batllismo, sobre todo a partir de 1938 le aconteció algo de eso, es difícil de negarlo pero también lo es dejar de señalar la tensa supervivencia de este estilo, la remanente vitalidad de este temperamento en cierto modo faccioso. Convertido, sin embargo, en armazón de una plataforma política, esta intransigencia no acepta otro nombre que el de “exclusivismo” y no tiene otro campo de ejercicio que en la distribución del empleo. Pero el fenómeno tuvo todavía un sesgo más triste, más mortecino, cuando hubo –desde los niveles superiores- que renunciar al monopolio, cuando debió entrarse en convenios de prorrateo y cuotificación de las ventajas y ejercicio del poder.
El 31 de marzo de 1933, el golpe de estado policial del Presidente Terra, cierra el primer período batllista de treinta años, que la elección de 1903 había abierto. El conflicto entre dirección partidaria colegiada (y en buena parte oligarquizada) sobre todo cuando faltó en ella una figura del volumen de la de Batlle y fueron sus titulares varios opacos segundones, su choque con el poder personal investido en un primer mandatario, o jefe de Estado o de partido no había hecho crisis mientras Batlle había asumido alguno de estos roles y controlado a la vez el aparato partidario con su incontrastable autoridad. Sobreviviente la institución presidencial y divorciadas las dos entidades, era casi inevitable (no se hubiera necesitado en puridad el carácter aventurero y equívoco de la carrera política de Terra) que en un contexto social determinado, un presidente no tendiese a presentarse como víctima de los mandatos de un círculo casi anónimo, no se viese tentado a arrastrar toda la armazón del Estado legal tras el reclamo más o menos teatral de su libertad, de su iniciativa “ágil” (una palabra que tuvo fortuna). Como se decía, este conflicto se jugó en un contexto que fue el económico-social determinado por los colazos de la crisis mundial de 1929, la caída de los precios, el extremo endeudamiento de la clase agropecuaria que había disipado en gastos suntuarios (y nada reinvertido) los provechos de los años de “las vacas gordas”, la contagiosa aprensión de los sectores conservadores ante la importancia que pudieran adquirir en el futuro del Batllismo ciertos núcleos (caso de “Avanzar”) muy radicalizados. A todo esto es inevitable agregar aún el creciente favor que el fin de la tercera década y el principio de la cuarta aportaron a las ideologías autoritarias y a su crítica de la evidente crisis de las instituciones demoliberales tradicionales.
Al señalar las deficiencias del trabajo legislativo, las servidumbres del representante respecto a los grupos electorales y de presión, al reclamar la fortaleza, la ejecutividad y la independencia de poder público respecto a esas trabas y a los propios partidos, al postular la tecnificación de la decisión parlamentaria y administrativa, es probable que esta corriente desbordara los límites de los grupos que en Europa y América cabía llamar estrictamente “filofascistas”. Por eso, aun a riesgo de chocar estereotipos al uso, es más certero apuntar que fue en los teóricos franceses de una “rectificación de la democracia”, al modo de Joseph Barthélemy y André Tardieu que la corriente dictatorial del Uruguay se nutrió. Es probable entonces que, pese a algunas simpatías detonantes (algunas muy anteriores, como la de Sosa, al golpe de Estado), resultara el fascismo para la mayoría de los propulsores de una política de fuerza, algo así como la ilustración excesiva, indigesta de ciertas verdades de aquélla, el crecimiento patológico de algunos fenómenos reactivos básicamente justificables (tales el revisionismo internacional y las humillaciones de la derrota en Alemania o la anarquía política, regional y social en Italia).
La muy diferente entidad de la descendencia directa de Batlle, el aire cerrado, casi clandestino en que se movía la dirección del partido –fueron los tiempos en que se popularizó la expresión de “la caverna”, el distingo de “éstos son otros Batlle”- se unió a una sensación colectiva –acertada o no pero muy efectiva- de dispersión total de la responsabilidad en las decisiones políticas, de parálisis del Ejecutivo, de debilidad estatal y social. Terra supo aprovechar muy bien todo esto, al tiempo que no era ajeno a su propio fomento.
Después vinieron los cinco años de ostracismo nominal originados por ese 31 de marzo de 1933, cinco años en los que el Uruguay fue gobernado en buena parte por los tránsfugas de un Batllismo bastante desfibrado y poltrón. Luego, entre 1938 y 1942, un cuatrienio en el que el país siguió siendo lo que él lo había modelado, lo que lo había hecho de acuerdo a pautas que todos en cierto grado aceptaron, un cuatrienio en el que la guerra mundial había atenuado como peligrosa toda tensión ideológica interna y en el que el Batllismo se hizo un sitio. Cuatro años más de transición siguieron para completar los ocho (las presidencias de Baldomir y de Amézaga) en que colorados de la fructuosa profesión neutral prepararon la vuelta del hijo involuntariamente separado. De 1946 a 1958 se dio una postdata batllista en la que el partido tuvo volúmenes electorales que nunca había alcanzado, logró (contra la voluntad de algunos caudillos) su aspiración al “colegiado integral” y cumplió una tarea que permite rastrear en qué pararon, en esta segunda instancia, esos elementos seminales de un Batllismo de primera época.
Hasta este momento, es cierta la alegación batllista de que el partido no contó nunca con mayorías parlamentarias netas ni (desde que se diferenció como fuerza específica del total del Partido Colorado) cuantía electoral propia como para realizar sus postulados más ambiciosos, más radicales. El Senado, electo por circunscripción departamental siempre fue una valla y el de Diputados, salvo lo que sigue a la abstención nacionalista de 1911, un ámbito difícil de manejar. Si se quiere una comparación con ejemplos extranjeros, dígase que jamás estuvo el Batllismo en condiciones de realizar legalmente una acción similar a las del Radicalismo argentino, el “Estado Novo” de Vargas, el Peronismo o el Partido de la Revolución mexicana (hoy P.R.I.). (Partido Revolucionario Institucional, FB)
Pero si fue un obstáculo, esta limitación tiene también el valor de un síntoma. Y permite, ya a esta altura, franquear el peso a una serie de interrogantes cuya respuesta tiene igualmente –ya- una dirección.
¿No habrá pasado que agotadas las pre-condiciones que recibió: un país laico, liberal, con fuertes núcleos extranjeros, con débiles resistencias tradicionales y religiosas, sustancialmente centralizado y urbanizado, el Batllismo no fue capaz de crear otras que hubieran dilatado su tan evidente impulso creador?
Ya se ha hecho referencia al debate del causalismo y la creación política personal y al juicio que una postura como la de Vanger puede merecer. También al “protagonismo”, el “maniqueísmo” y el “monopolismo”, como hemos rotulado a estas desorbitaciones de la apologética batllista en el encomio de su fundador. Ni Batlle, recapitulábase, lo fue todo y algunas figuras secundarias respecto a él son imprescindibles para entender ciertos aspectos de su obra, como el caso de Arena y Areco en legislación civil y del trabajo, el de Acevedo en enseñanza y “fomento”, el de Amézaga y Serrato en aspectos técnicos y en la gestión industrial del Estado. También, recordábase que ni el Uruguay de 1900 es la noche y el día respecto al de 1910 ó 1920 ni muchos de los logros importantes del Partido fueron objeto de una resistencia demasiado dilatada por parte de sus adversarios.
Con esto tocamos la otra curva de estos interrogantes. ¿Es que –probablemente- el desafío no fue (históricamente) lo bastante fuerte para haber exigido al Batllismo lo mejor, más rotundo de sí mismo? ¿Bastante intensos los antagonismos económicos y sociales, las presiones extranjeras? Protestas inglesas por nacionalizaciones –tal en el caso de los seguros- las hubo, pero no las represalias tan habituales ni la revolución pretoriana con que el imperialismo suele replicar a todo alarde de independencia de una nación dominada. Clásicamente –como ya se dijo- fue el país para estos intereses más un puesto de vigilancia sobre el costado atlántico que un coto de explotación intensiva. El poder estanciero había sido grande y lo siguió siendo pero, por lo menos hasta 1958 y a favor de condiciones excepcionalísimas, todo su peso se concentró en la resistencia y la disidencia, toda su estrategia fue incapaz para permitirle llegar a una efectiva dirección del Estado. Políticamente, el gran antagonista, el Partido Nacional, fue organizándose con bastante lentitud y actuando en evidente inferioridad de condiciones, sólo al final de las tres décadas en las que el Batllismo estuvo en condiciones de cumplir su gestión decisiva pudo constituir lo que cabe llamar “una alternativa”.
El conformismo con lo logrado, esta autocomplacencia (Precisamente, muchos estudios sobre la personalidad consideran que una de las claves del éxito es saber manejar la autocomplacencia, y una clave para el fracaso posterior, es no hacerlo. Concordamos con esto, y con las debidas reservas, lo extendemos a los colectivos, sean grupos, clases sociales o países. FB) que todo partido aparenta pero que en su caso fue real, coadyuvó a la impermeabilidad e inmovilidad con que el Batllismo parece haber ido respondiendo a nuevas e inqueridas condiciones. Quebrando en cierto modo su impulso, habiendo hecho al país no a su imagen última pero sí a cierta faz que de alguna manera le conformaba, el Batllismo pareció detenerse.
VI. Congelación de las instituciones. (Real de Azúa, 1964: 75-96)
“País de las cercanías” hemos llamado al nuestro y, entre esas cercanías se puede registrar la que se da en los principios declarados de los partidos, en la común heterogeneidad de sus bases sociales, en la frecuente coincidencia de sus puntos de vista. Aunque se hayan realizado esfuerzos por dualizar unívocamente el contenido y las tendencias de los bandos tradicionales, el resultado (aunque no carece de valor interpretativo) han sido esquemas delgadísimos que un montón de ejemplos pueden rectificar.
Cuando sobre este tan irreversible desleimiento de contornos, el Batllismo de 1942 inició su reincorporación a la actividad cívica, cabe afirmar que sólo tendió a inscribirse en el “statu quo” político de la hora sin ensayar ningún arranque decisivo de nitidez. Lo que también quiere decir que tendió a adaptarse sin visibles protestas a todo el complejo armazón legal e institucional que desde los años veinte se había ido perfilando y que, en su ausencia, se perfeccionó.
De esta armazón no es excesivo decir que, si por una parte, buscó encarrilar ordenadamente la expresión electoral del país, también (y esto en un sentido harto más peyorativo), aspiró a embretarla, a congelarla, a regularla hasta una práctica innocuidad. Constitucionalizada con la tercera carta suprema (la de 1934), retocada en la cuarta y en la quinta (las de 1942 y 1951), esos años le agregaron –en parte enderezada contra el propio Batllismo- toda una cuidadosa terapéutica que estaba dirigida a frustrar coaliciones accidentales (era la época de los “frentes populares”) que pudieran amenazar las posiciones del conglomerado dominante.
La recapitulación de los elementos que componen ese aparato legal es engorrosa y larga; no pueden, empero, soslayarse algunos de sus rasgos, generalmente poco conocidos en el exterior. Se trata de un conocimiento bastante capaz de alterar esa imagen –generalmente aceptada fuera del país- de una ejemplar “democracia” uruguaya. (O, por lo menos, capaz de suscitar la perplejidad de si esa ejemplaridad y esa democracia no son extremadamente peculiares, no son demasiado “originales” respecto a lo que entendemos regularmente por tales.)
Todo debe comenzar aquí por la vigencia de los “lemas” partidarios (los viejos rótulos históricos), convertidos en propiedad del sector mayoritario que vota bajo ellos y que tiene derecho a conceder o negar su uso, por más que la negativa pueda ser, a la luz de sus consecuencias, electoralmente suicida. (Nota al pie de página número 37: Ya está en el artículo 18 de la ley de elecciones del 16 de enero de 1925 y se precisa en las leyes 9.378 de 5 de mayo de 1934, 9.524 del 11 de diciembre de 1935 y en la “ley de lemas”, 9.831, del 23 de mayo de 1939.) De modo similar, dicho sea de paso, opera el derecho a controvertir el empleo por parte de agrupaciones nuevas de ciertos términos (así sean ellos tan amplios como “nacional”, “social” y “cristiano”) que se consideren consustanciados con agrupaciones que ya existen. (Nota al pie de página número 38: Este derecho –resulta melancólico anotarlo- ha sido implacablemente ejercido por los partidos menores o “de ideas” que se juzgan –y es cierto- víctimas del conjunto de la legislación electoral y sus cortapisas.) Todo este registro de patentes, dígase para sintetizar, tiene su extrema gravedad, porque si es riesgoso por una parte, como se anotaba, para el detentador de su uso la negación del lema, también lo es la imposibilidad de emplearlo, ya que esto implica tener que vencer la alta adhesividad de los rótulos tradicionales nacidos de divisas históricas y el casi no menor “tradicionalismo” que portan los nombres de los “partidos de ideas”. En un plano seguramente menos honorable, esta privación significa también ponerse al margen de toda participación en ese juego ventajoso que, a través de las mismas acumulaciones, hacen de cada elección una lucha en dos planos –“entre” los lemas y “dentro” de ellos- tan apasionante la segunda para la ciudadanía como la primera, a la vez que harto más fructífera para los equipos dirigentes partidarios. Pues lo último es bastante comprensible, si se tiene en cuenta que en un régimen de coparticipación constitucionalmente estatuída, la derrota electoral de los lemas crea desventajas mucho más leves que en cualquier otra parte. (Nota al pie de página número 39: Dos puestos contra tres, por ejemplo, en el atractivo reparto de los directorios de los Entes autónomos.) De más está decir que lo más minuciosamente imposibilitado es el derecho al uso del lema con cualquier agregado, (Nota al pie de página número 40: Hubo leyes especiales para el caso particular del “nacionalismo independiente” [10.192, del 13 de julio de 1942].) para el caso de algún partido que no quiera renunciar a su color político tradicional (y no chocar frontalmente con la adhesión a la “divisa”) pero, al mismo tiempo, no desee acumular sus sufragios a otros sectores cuya orientación o dirigentes repudie.
Toda la tremenda importancia del “lema” no sería explicable sin la conexa posibilidad de acumular los sufragios bajo él, de acuerdo a “sublemas” y aun bajo éstos, por “distintivos”. (Nota al pie de página número 41: Esta posibilidad tiene su origen en la ley del 11 de julio de 1910.) Es un sistema de franquías cuyas consecuencias, más que eventuales, son las de que bajo la mayoría relativa que el lema triunfante tenga que alcanzar (y que en sistema prácticamente bipartidario ha sido también, casi siempre, absoluta) las fórmulas unipersonales o colegiales que hayan logrado los cargos ejecutivos puedan constituir una minoría bastante endeble en el conjunto del electorado. Esto hace inevitable igualmente que no posean –a veces ni de lejos- ni la base parlamentaria ni el arrastre de opinión pública capaces de lubricar una obra de gobierno medianamente efectiva.
En el plano legislativo, y favorecido por el sistema de representación proporcional, esa posibilidad de acumulación a dos instancias arrastra a ingeniosas combinaciones de grupos ínfimos (en la última elección se ha perfeccionado un edificante sistema de “cooperativas”), cuya suma determine que con unos pocos cientos de votos cualquier pequeño empresario electoral (Versión 2004: Julio César Talamás, del Partido Colorado, lista 7444, con su consigna “la fuerza del adulto mayor”, inundando con tremenda dosis de propaganda la televisión, no precisamente para dicha del espectador, FB) pueda abrigar esperanzas de incrustarse en la Cámara baja. Una contingencia de latitud similar, aunque más decorosa en su origen, se configura a través del llamado “tercer escrutinio” que redistribuye las bancas no asignadas a los distintos departamentos a los partidos de electorado más disperso, verdadera ruleta que suele funcionar, especialmente, entre las agrupaciones menores.
Pero mucho más grave que este repertorio de eventualidades es el impacto destructor que sobre la consistencia de los partidos mismos todo el sistema ha tenido, mucho más grave el hecho de que la aparente unidad que en el trance electoral ellos adoptan, recubra una heterogeneidad a veces anárquica de incontables núcleos. Son grupos que, transcurridas las elecciones, recobran su tribal autonomía y pueden no sentir ninguna solidaridad (es lo habitual) con el gobierno o con la oposición, la menor responsabilidad por constituir (o sólo respaldar) uno u otra. Alguna vez caracterizamos un partido tradicional sosteniendo que era una confederación de clanes unidos por un gran “totem” y aunque algunas fracciones –el “quincismo” batllista, el “ruralismo” blanco (Nota al pie de página número 42: La segunda parte de la excepción, como es obvio, fue estampada antes de la muerte de Benito Nardone, en el curso del presente 1964.) parecen dotados de mayor unidad que otros, la afirmación es extensible a todos.
Del “doble voto simultáneo” (Nota al pie de página número 43: También consagrado por la ley del 11 de julio de 1910.) –por determinados nombres, por el partido- de mucho más antigua data, hay que decir que en la última constitución de 1951 fue llevado a un extremo tal que ya es posible sostener que no funciona simultaneidad alguna que tenga sentido, que dé entrada a otras consideraciones que la masiva –y pasiva- adhesión partidaria. Sólo con una hora cabe manejarse en el acto de votar. Con una hoja en la que deberá prescindir de toda distinción entre intereses locales y nacionales (no hay listas independientes para cargos municipales; desde 1934 el Senado se elige por circunscripción nacional única) con una hoja en la que deberá abstraer cualquier consideración personal: no existe el derecho a tachar nombres, no hay cargos fuera de los lemas partidarios (se postuló para la Presidencia de la República), no hay elecciones complementarias para el caso de vacantes. Un complicado sistema de suplencias permite el reparto de bancas por fracciones de período y aun la pequeña dádiva de llenar los claros creados por las licencias que los legisladores y ejecutivos se brindan generosamente a sí mismos. (Nota al pie de página número 44: Todas estas posibilidades no responden a satisfacer módicamente ciertas vanidades, ya que tienen consecuencias muy sabrosas, muy sustanciales sobre la "posteridad jubilatoria” de los agraciados.) Agréguese todavía la elección de consejeros y legisladores que se sabe (o saben) de antemano que no ocuparán sus bancas y han, por el contrario, de retirarse o ir a otros cargos en los Entes del Estado o la diplomacia. Es un fraude político, una inducción al “error en persona”, que no tiene en nuestro medio la menor sanción moral o legal ni inhabilita, por supuesto a unos “suplentes” que eran, desde el momento inicial, auténticos “titulares”. Pero eso no es todo. Desde la “fórmula Halty”, de 1928, es regular la previsión de un sistema de renuncias –éstas sí compulsivas- que se hacen efectivas dentro de las distintas listas de cada lema de acuerdo a sus aportes electorales certificados, según pautas de antemano establecidas y tan frecuentemente ingeniosas como el famoso “handicap” en la elección presidencial de 1930, entre Terra y Manini Ríos.
La Constitución de 1934 suprimió la multiplicidad de consultas electorales que, con todos sus inconvenientes, resguardaba cierta distinción cualitativa entre los diferentes cargos políticos. Ello decide, en sustancia, que sea en una sola oportunidad, cada cuatro años en una única hoja encabezada por un lema y un número que el uruguayo pueda ejercer su derecho cívico-electoral. Aventúrese, en conformidad a todo lo anterior, que esto representa más que nada el derecho a inscribirse en una eslabonada casi inacabable serie de decisiones que pueden triturar, y así lo hacen casi siempre, su querer concreto de ciudadano. O si se quiere otro equivalente: su derecho a desencadenar, por más infinitesimalmente que ello sea, un juego de instancias –con líneas centrales, desvíos y vías muertas- que pueden llevar su opción hasta donde ella ni previó siquiera ir.
Se replicará, con todo, que aun en estos bretes, cabe la alternativa de elegir entre nombres y entre lemas, entre sublemas y entre distintivos, pero ¿ puede representar este margen esa coexistencia entre “relación personal” y “relación partidaria” en la que la simultaneidad estuvo originalmente fundada? (Nota al pie de página número 45: Aún aminorada con un par de sectores, la virtual desaparición de toda “democracia interna”, ocurrida en los partidos mayores, le quita al militante el poder que en otras partes posee de intervenir en la selección de las candidaturas. Esto, entre nosotros, es peculiarmente notable en los cargos para el Ejecutivo y el Senado, ya que en la Cámara baja la iniciativa de los grupos se halla franqueada en cierto grado por la multiplicidad de listas y el sistema de “distintivos”. Con todo, cabe observar que en esta escala diputadil la fuerza que cada lista demuestre vale en alguna manera por una elección primaria para la integración de las listas de candidaturas al Ejecutivo y al Senado en los comicios próximos (lo que nadie será capaz de asegurar que sea el sistema más deseable de selección desde el punto de vista de la capacidad). Y esta misma posibilidad no reza para ese simple militante que pudiera querer intervenir en la selección de los hombres mejores pero no en los conciliábulos de grupitos en los que también se encontrará con las listas ya cocinadas.) (Aquí la expresión “cocinadas”, que debió, esta vez sí, ir entre comillas, significa, en el lenguaje coloquial de nuestro país, “resueltas”, “dispuestas”, “arregladas”, etc. Y en cuanto a la falta de democracia interna, que señala Real, es un mal endémico de nuestros partidos tradicionales y sobre todo del Partido Colorado, para el cual se acuñó la expresión “influencia directriz” ya a fines del siglo pasado durante la presidencia de Julio Herrera y Obes. Versión 2004 de esta dedocracia (“práctica de nombrar personas a dedo, abusando de autoridad”-diccionario de la Real Academia-) es la designación del escribano Guillermo Stirling como candidato a la Presidencia de la República para las elecciones de ese año. FB)
Pero todavía falta lo más ingenioso. Como ya se dijo, cuando el sistema se perfeccionó, existía el temor a un “frente popular” de inspiración más o menos comunista. Se hizo frente a la contingencia (Nota al pie de página número 46: Ley 9.831 del 23 de mayo de 1939.) y se cerró para ello el paso a toda coalición de carácter presuntamente circunstancial, a todo agrupamiento que con nuevos fines y consignas erigiera, sobre las diferencias de los partidos o fracciones existentes, otra entidad nueva. Parece un derecho normal de la ciudadanía en todos los países comprobar que ciertas asperezas y distancias se van borrando progresivamente o que resulten mucho menores que las afinidades reales que el desenvolvimiento político social va alumbrando. Se hace verosímil, entonces, que la fuerza atractiva de un frente más amplio (Ciertamente una expresión precursora de lo que demoraría aún siete años luego de la publicación de este texto para hacerse realidad, a saber, el Frente Amplio, quien pudo sortear de algún modo los obstáculos impuestos por la legislación electoral en 1971 usando como lema el del Partido Demócrata Cristiano, partido que, siendo integrante de la coalición, prestó el suyo para que la coalición entera lo usara. Aunque su resultado electoral en aquella instancia distó de ser el esperado, tuvo la importantísima virtud de emerger intacto luego de la feroz represión que la dictadura militar de 1973 a 1984 le impuso, encontrándose hoy con un lema propio, reconocido por la legislación electoral, y con prácticamente la mitad de todo el electorado. Un hecho que muestra–por si falta hiciera- la crisis de los partidos tradicionales en nuestro país, -que ya Real de Azúa en este texto señaló-, su radical falta de respuestas a los desafíos que los nuevos tiempos plantean. Esto no quiere decir que el hoy Frente Amplio-Encuentro Progresista-Nueva Mayoría las tenga necesariamente–bien podría suceder que ningún partido político uruguayo tenga respuestas apropiadas a los retos tremendos, verdaderamente existenciales, que hoy nuestro país tiene planteados- pero sí que el electorado está en una situación de creciente insubordinación, de creciente infidelidad con respecto a las divisas históricas, en una situación que no corre pareja con ningún pretérito nuestro. FB) y con mayores posibilidades sea un señuelo lo bastante atractivo como para compensar la erosión de las fricciones que restan, el apego sentimental a las fisonomías y tradiciones partidarias que se refunden. Sin embargo, es común que esos conglomerados puedan portar rasgos de los partidos que en ellos se insumen y más lo es que no haya que abandonar éstos –ritual, solemnemente- para ser, por ejemplo, autoridad o candidato de la nueva fuerza. Todo esto, empero, es necesario para tal cosa en el Uruguay, en el que si no se prohiben compaginaciones nuevas de corrientes políticas se fue capaz de urdir todas estas pequeñas o grandes humillaciones para hacerlas lo más difíciles posible. Pues, como se adelantaba, la misma designación de ellas será problemática y tanto los términos que designan a otros partidos como los propios de los que impulsan la nueva criatura política podrán serles negados. Pero todavía esa nueva entidad no podrá ser dirigida ni prestigiada por ciudadanos que militen públicamente (que hayan militado, en estrictez) en otros grupos sin previos plazos de desafiliación y una complicada simulación de renuncias y sustituciones. (Nota al pie de página número 47: También la omniprevisora ley 9.831.) Y aun (siempre hay uno en esta materia) el mismo derecho a cubrir lo diferencial por lemas y sublemas, sólo podrán disfrutarlo haciéndose “permanentes”, (Nota al pie de página número 48: Artículo 79 de la Constitución de 1951.) siendo como es natural que lo pudieran ejercer con mejores títulos conglomerados recién formados que otros que han tenido medio siglo para llegar a la coherencia. (Nota al pie de página número 49: Aunque también podría decirse que para llegar a la incoherencia, ya que las dos tendencias actúan simultáneamente dentro de cada partido.)
Nunca se ha hecho la reflexión sistemática de qué trazos (es obvio que son vinculativos), tiende a imprimir al acto del sufragio toda esta trabazón legal tan compleja, tan cuidadosa y previsora.
Tiende, parece evidente, a quitarle nitidez a toda elección y dotarla de ambigüedad: los partidos, como decía Martínez Lamas, son “patrias subjetivas”, y como patrias son imposiciones de convivencia a menudo indeseables. Ello trae aparejado que, una vez inmergidos en su todo, no sea improbable que sobre nuestras voluntades asome la cabeza la de quien más detestemos y aunque pueda decirse –contra tal eventualidad- el “todo” de enfrente está a nuestra disposición, múltiples ataduras van a dificultar el paso, a lo que suele agregarse la reflexión de que en él nos ocurrirá algo semejante.
Contribuye también a darle un carácter indudablemente genérico y a quitarle casi totalmente todo posible valor de concreción: más allá del lema que votamos, las acumulaciones suelen llevar a cualquier resultado inesperado para nosotros, a fijarlo en una latitud imprevista en el acto de sufragar más reflexivo.
Ayuda a dotarlos, igualmente, de la más extrema capacidad de identificación (por no decir confusión): la hoja única de votación, la periodicidad cuatrienal, los circuitos nacionales, la imposibilidad de tachar han privado totalmente a nuestro régimen representativo de toda posibilidad de discriminación entre lo local y lo nacional, entre lo partidario y lo personal. Si es la armonía deseable en la constitución de los poderes del Estado lo que con ello se busca habría que contestar que los juegos de las acumulaciones dejan esta finalidad totalmente incumplida y que la anarquía entre esos poderes no es menos posible que en cualquier otra circunstancia.
Le imponen la separación (hay que decirlo en esta forma), contra toda posibilidad de combinación, de alianza, en la que se subordine lo secundario a una identificación básica de designios.
Todo apunta, al fin, a alcanzar la estabilidad más alta posible de las estructuras partidarias, a las que el mayor o menor aporte de sufragios engrosarán o enflaquecerán pero cuya textura y pacífica senectud se busca asegurar por los mejores medios posibles. (No hay duda acerca del carácter esclerosado y esclerótico de este sistema de partidos tal como él fue instituido desde los comienzos de este siglo, y una de sus consecuencias, interesante pero no demasiado examinada, es que el conflicto del período 1968-1973 que culminó con la dictadura militar, no fue “convertido” más que en grado mínimo –Frente Amplio de votación minoritaria en 1971, con sólo el 18% de los sufragios- al sistema político uruguayo, el cual presenció, y sufrió, el “incendio” del país, permaneciendo básicamente inmodificable e inmodificado, siendo, por estas razones, inviable un golpe de Estado en 1968 por parte del entonces presidente Jorge Pacheco Areco, una dictadura que, de haberse instaurado en ese momento, no hay duda que habría tenido un carácter mucho más “cesarístico” y desde luego, civil, que la que ocurrió posteriormente en 1973. Así, la inadecuación del sistema político determinó que la “cancelación política” –expresión del propio Real de Azúa- ocurriera por fuera del mismo, algo de lo que testimonia el dicho de los militares en 1972 -año previo al golpe de Estado- cuando la represión antiterrorista: “Ni blancos ni colorados: ahora tenemos que ser milicos”. FB)
Cabe preguntarse, sin embargo, ahora, qué responsabilidad le puede caber al Batllismo en este proceso de esclerosis política de un régimen, en un proceso que él, en buen trecho de su recorrido no protagonizó pero que (de esto no cabe duda) ha aprovechado y al que ha plenamente asentido. Creo que esa responsabilidad, analizado el Batllismo fundacional, es grande. Grande, sobre todo, si se analizan algunos trazos de él, tales como la desconfianza al elemento individual en la elección política, la primacía del partido afirmada sin cortapisas, el énfasis en el “coloradismo histórico” y el lema que lo representa como campo de congregación de sectores muy heterogéneos y sólo aglutinados en el acto electoral por necesidad de vencer al rival tradicional (antepuesta así a todo). Empero, es probable que haya pesado más que lo ya referido, su concesión a la coparticipación política, traducida en ese reparto cuidadoso de todas las posiciones, que se consagró legalmente el año 1931, pero a la que el Batllismo tuvo que ir cediendo, desde 1919, cuando se encontró sin fuerzas para imponer la “política de partido” y, con ella, el usufructo entero de la Administración.
La constitucionalización de los partidos, la gran novedad del derecho político de la primera postguerra, coronó, completó todas estas medidas. (Nota al pie de página número 50: De las leyes del 9 de enero de 1924 y 16 de enero de 1925.) Pero esta constitucionalización puede tener en sí misma muchas implicaciones. En el Uruguay significó, no sólo que los partidos sean llamados a protagonizar múltiples instancias del trámite estatal, sino también la parcelación de toda (prácticamente) la potestad de designar funcionarios entre los dos mayores, creadores y usufructuarios, a la vez, del sistema. Y tan extensa, tan conclusiva es esta distribución que ella se reproduce simétricamente dentro de los lemas mismos (“planillado” es la elegante perífrasis recién inventada) y se hace valer hasta para los organismos nominalmente honorarios y más alejados al parecer del ajetreo político. Y aunque pudiera alegarse que dentro de tantos y tan estrechos compartimientos, ciertas razones de competencia técnica pueden ser contempladas, es evidente (pues resulta cuestión de examen casi obvio) que es al caudillaje político de mediano nivel, a ex legisladores y a algunos figurones banderizos o familiares a los que, en porcentaje abrumador, se recurre. Esos representantes, a su vez, son los que cuotifican todas las vacantes de los rangos inferiores de la burocracia central, o autónoma en una apacible feudalización –“tantos puestos para A, tantos para B”- que parece funcionar con la conformidad de todos. O, digamos, de casi todos. Porque hay que exceptuar los uruguayos de ambos sexos militantes de partidos menores o simplemente apartidarios (sino “apolíticos”); ciudadanos de segunda clase a los que (como no medie, claro está, la renuncia mansa o abyecta a sus propias convicciones) casi todos los caminos en el ámbito estatal les están cerrados.
Sin embargo, aunque parezca extraño, dándole amplia participación a los partidos y haciendo del propio Estado un feudo de ellos, nunca se ha realizado una tentativa seria por darles un estatuto, imponerles una organización, una contabilidad del origen y empleo de sus fondos. Los ensayos más tímidos de tales prácticas se calificaron abruptamente de antidemocráticos y liberticidas, siendo descartados por los mismos que impondrían de buena gana a los sindicatos similares exigencias. (Nota al pie de página número 51: De paso sea dicho, entonces, que si a esto se agrega que toda la legislación de sociedades anónimas ha sido desbordada por el paso del tiempo, tres de los núcleos de poder más importantes del país se mueven prácticamente al margen de toda normación legal.)
Este aparato institucional destinado a consolidar la vigencia de los partidos y el acrecentamiento de sus atractivos se fue completando con medidas que apuntaban al robustecimiento de una clase política verdaderamente profesional. Ya se ha hecho referencia en el curso de estas reflexiones, a los factores sociales capaces de incrementar la importancia de lo que llamábamos el sector burocrático-estatal en una colectividad del tipo de la nuestra. Vale la pena particularizar los instrumentos estrictamente políticos de esta relevancia.
Desde la tercera década se hicieron tentativas para subvencionar a través del presupuesto público la propaganda electoral de los partidos; recién durante la dictadura de Terra esta ayuda pudo hacerse efectiva por pequeñas sumas (Nota al pie de página número 52: $ 0.40 se empezó a pagar por cada voto aportado, a título de contribución a los gastos electorales.) y hoy al acorde de la inflación y el desprejuicio se paga cincuenta veces más por cada sufragio que aporten en las elecciones las agrupaciones políticas. (No hace mucho el Ministro del Interior observaba que mientras un censo de población había costado tres millones, cada consulta electoral de poco más de un millón de votantes costaba –claro que con otros gastos además de los referidos- treinta veces más....) De esa misma época terrista, que insurgiéndose contra cierta oligarquización de los partidos los dejó más pimpantes y enhiestos, datan también las primeras sustanciales ventajas a la prensa, casi toda ella política y partidaria. Dólares baratos, (Posible paráfrasis, desde luego que despectiva, a los famosos “autos baratos” que se compraban los legisladores durante los años sesenta, aprovechando desde luego las diferentes paridades monetarias dólar-peso fijadas administrativamente, de modo muchas veces completamente irreal, FB) y después baratísimos, para papel y otros implementos llevaron, en dos décadas y aun menos, a cuatro o cinco diarios de ser precarios órganos de opinión a poderosos núcleos económicos. Si bien sometidos, como es habitual, a todas las invisibles servidumbres del género, un tránsito muy rápido –debe registrarse para ellos- desde el siglo XIX y su periodismo romántico a la empresa capitalista de la sociedad de masas y en su calidad de tal, masificadora ella misma.
Más importante todavía es la situación de privilegio social que, individualmente, cada miembro dirigente de los partidos políticos –de la clase dirigente política- ha ido consolidando. A través de medidas legislativas (y aun decisiones administrativas) que tienen mucho de esotéricas y bastante de clandestinas, sustanciosas ventajas se fueron alineando. Para medir su entidad, hay que volver, especialmente, a la concepción fundamental del Estado demoliberal clásico que buscaba que los titulares de cada poder del Estado fueran remunerados con la máxima independencia de los otros. Sustancial garantía de libertad y equilibrio se consideraba lo anterior aunque, en verdad, lo más alcanzable, concreto y fundamental era dar al legislativo la facultad de fijarse sus propias remuneraciones. Pero tal doctrina también (es obvio) suponía decoro y contención en ese acto de tantos modos sintomático. Contrastar este esquema y la presente realidad (que René Dumont denunciaba también hace poco para las repúblicas nuevas del Africa negra) hace evidente –sea dicho a modo de digresión- hasta qué punto cada uno de los rodajes importantes y secundarios del arquetipo demoliberal se ha deteriorado; hasta qué punto –nótese también de paso-, éste reclama una invención histórica que salve, en un cuadro institucional totalmente nuevo, sus verdaderos, perdurables valores.
Volviendo al asunto, obsérvese que la carrera política en el Uruguay está dotada de una estabilidad que pocos países pueden presentar (y por supuesto ninguna de las “nuevas clases” que esgrime como espantajo cierta propaganda). El riesgo de la no-reelección está salvado entre nosotros por todo un rico repertorio de cargos a término en los Entes estatales y un sistema de jubilaciones especialísimo al que algún escandaloso episodio reciente ha dado notoriedad como si fuera nuevo pero que, en puridad, ya era bastante increíble antes de él en cuanto a términos de servicios y edad de retiro. (Nota al pie de página número 53: Resulta así entre nosotros, casi normal el gesto de los legisladores de multiplicarse sus sueldos por cuatro (contando, en parte, con la vertiginosa inflación que todas sus declaraciones pre-electorales declaraban poder contener); normal que se autoasignen en la más absoluta impunidad automóviles baratos y negociables y préstamos generosísimos; menos normal, pero sin que provoque ninguna explosiva reacción social, pasar en un artículo epilogal de una ley extensísima –el 383 de la Rendición de Cuentas de 1961, un reajuste jubilatorio sin limitaciones para los miembros del Ejecutivo, Legislativo y Entes Autónomos que representa virtualmente la opulencia para cualquiera (y su familia y descendientes) así sea fugazmente y hace varias décadas que haya pasado por alguno de esos cargos.)
Sabedor de la ventaja de un séquito intermedio entre los más favorecidos y la masa descalificada, la transfusión de ventajas ha ido creando sustanciales desniveles dentro de los mismos cuadros del Estado y es con la desaprensión más cómoda que algunos sectores más cercanos a los distribuidores de aquéllas o más nutridos por la tarea recaudadora de fondos han sido dotados de remuneraciones y ventajas complementarias dos, tres y hasta cuatro veces mayores (para igual función) que la media burocrática. Este es el caso de los empleados de casi todos los institutos jubilatorios, de el de los bancos oficiales y de el de esos ojos y manos del Régimen que son los funcionarios de las Cámaras y el Consejo. Por contraste (agréguese) en cierto modo natural y expresivo, son los empleados de los servicios más delicados y en estrictez más “humanos” de la Administración: tutela de menores y desvalidos, salud pública y enseñanza los peor retribuidos. (“Esto sí que nunca cambia // por más que se pase el tiempo”, ¿verdad, lector?, FB)
No se llega a esto, se puede asegurar, sin un descaecimiento radical de todo ese fervor igualitario que había sido una de las señas del viejo Batllismo, sin una cínica, impávida aceptación de cualquier privilegio mañosamente conseguido. Hasta qué grado amenaza la caducidad de la inspiración igualitaria una concepción viva de la democracia será polemizable según las concepciones que se profesen de ella. Pero mucho menos lo es el efecto que sobre su espíritu tengan los medios de lograr esos desniveles (al fin no tan cuantiosos) y los títulos para disfrutarlos. No cabe dudar de su impacto formidable sobre esos mínimos valores de moral social con los que tiene que contar todo régimen –cualquiera sea su rótulo- para vivir sin demasiados tropiezos.
Es del caso preguntarse si este proceso es evitable cuando se da ese cúmulo de condiciones que en el Uruguay parecen darse, y que no es inútil recapitular.
Condiciones de equilibrio relativo y alta dosis de conformidad social. Espesa textura de “legalidad”, (lo que precave los golpes militares o civiles que podrían hacer bandera del restablecimiento de la equidad respecto a otros grupos no privilegiados). Clase política profesionalizada y en buena parte de origen mesocrático, sin esa vida financiera independiente que sólo suele tener regulamente en regímenes sociales de tipo oligárquico. Agréguese todavía el factor favorable de partidos pluriclasistas y que, por serlo, pueden no poseer frente a estos privilegios políticos la actitud decidida, unívoca dable en agrupaciones partidarias totalmente enfeudadas a un estrato social. Súmese aún el hecho de un régimen de coparticipación y su política de prorrateo con su capacidad de prohijar estos beneficios sin que ningún partido en concreto y especial parezca imputable por ello (lo que dispersa y neutraliza las reacciones desfavorables que tales o similares medidas podrían provocar). Es posible pensar que pesa también la falta de acción social espontánea, no político-partidaria, la ausencia de organizaciones parapolíticas, y puramente cívicas (no defiendo ahora su frecuente hipocresía) que pudieran hacer efectivo la sanción de esos desafueros. (Un párrafo importante. Real de Azúa marca aquí la extrema debilidad de la sociedad civil uruguaya, sustituida por ello, y necesariamente, en su acción por un Estado preeminente. Muchos pensadores sostienen, especialmente los anglosajones y “anglosajonizados”, que precisamente ese es uno de los detalles que más contribuye a desnaturalizar, falsear, la democracia. FB) Esta es la causa decisiva, no ciertamente desvinculable a un grado muy bajo de moralidad social que hace mirar, más que con indignación, con una envidia veteada de admiración estas celestes y voluminosas regalías. Una fortuna inesperada y cómoda que se sabe que cualquiera con un poco de suerte y forcejeos puede ser llamado a disfrutar.
Pero el poder de todo el aparato partidario no estaría completo si las funciones secundarias del Estado y las llamadas funciones de intermediación entre éste y los sectores más débiles de la colectividad no estuvieran politizadas en un grado tan creciente que para acceder a cualquier beneficio de un servicio público no hubiera que recurrir al comisionista partidario. Esto, como en todas partes, comenzó con la política de empleo estatal y municipal; hoy se ha extendido al acto de conseguir un servicio mecánico, de gestionar un permiso; muchas veces se tratará de concesiones menos genéricas, más sustanciales y privadas.
Sin embargo es el derecho a la efectividad del retiro jubilatorio la clave de bóveda del sistema de dependencias; su rápida marcha o su inacabable demora está condicionada al gestor político que es cada director de cada una de las Cajas, (Nota al pie de página número 54: “Criminals” les llama en su valiente y perspicaz libro sobre Hispanoamérica, John Gerassi, un norteamericano que conoce bien las sórdidas cocinas de “la democracia uruguaya” [ “The great fear”, New York, Mac Millan, 1963, pág. 200].) unos lugares donde se han amasado con sudor, desesperanza y lágrimas algunos de los más sustanciales electorados del país. (Nota al pie de página número 55: Por ello discrepo con Aldo Solari que en una tácita absolución de los partidos dominantes [“Requiem para la izquierda”, en “Gaceta de la Universidad”, fines de 1962], subraya la importancia del cumplimiento por ellos de las llamadas “funciones secundarias” o “latentes” de los partidos. Pues debe observarse que esa “necesidad” de la intervención de los partidos para que ellas sean cumplidas es lo más cuidadosamente vigilado por éstos. Más comprensivo de la correlación de uno y otro movimiento se muestra Solari en su reciente y espléndido estudio “¿A qué destino estamos llamados?” [en Suplemento de “Marcha”, N° 1208, pág. 12, 4ª col.].)
A todo esto se podrá decir, es claro (se ha dicho) que una nación que conserva el derecho de confirmar o despedir periódicamente a su personal político tiene en su mano la cura de todos estos males. Se podrá decir (se ha dicho) que, en cambio, porciones sustancialmente iguales y aun crecientes del electorado (9/10 de él) parecen en el Uruguay conformes con ellos y/o conscientes de ciertas ventajas que los contrapesan.
Se sabe hoy bastante sociología política, bastante psicología política y social para poder señalar el carácter ideal, abstracto e hipócrita de esta respuesta. La “posibilidad” del gesto de rechazo individual y la “probabilidad” del rechazo masivo se dan en planos tan distintos que, salvo males intolerables y visibles que hasta ahora han podido evitarse, nuestro sistema de aprovechamiento político puede reposar seguro. En realidad, alcanzado cierto grado de conformidad y equilibrio sociales, no hay régimen en nuestro tiempo que no modele a su propia y funcional imagen al electorado que ha de refrendarlo. (Es una vieja polémica, inacabada e inacabable, la de si los gobiernos son un reflejo del pueblo –con todo lo ambiguo que la expresión “pueblo” pueda tener- o la inversa. En condiciones de búsqueda de la igualdad entre los hombres, como ha tendido la historia manifiestamente luego de la Revolución Francesa, con las garantías individuales que ha buscado, y en buena medida conseguido, el Estado liberal moderno, no hay duda que la primera afirmación tiende a ser más verdadera en detrimento de su contraria, y por lo tanto, no damos la razón a Real de Azúa aquí, sino que consideramos que si el gobierno y el sistema eran corruptos, lo eran antes que nada por culpa de la mayoría de las personas que lo cohonestaban. En este sentido, suscribimos la afirmación, también antigua, de que “los pueblos tienen los gobiernos que se merecen”, la que de ninguna manera hacemos extensiva a otras realidades, como la Unión Soviética de Stalin, o la China de Mao Tse Tung, por poner dos ejemplos, bastante extremos, en contrario. FB) No sólo los instrumentos del “poder latente” (estructura social y legal, dominio de los órganos de opinión y compulsión mental, peso del “statu quo”) dominan aquí: toda concepción progresiva y optimista de la democracia descansaba en el desarrollo de ciertas calidades –responsabilidad, devoción a la cosa pública y desinterés, objetividad y lucidez intelectual- en cada elector y en todo el electorado. Si a cierta altura podían parecer escasas, la educación se encargaría –era la seguridad absoluta- de promover su incesante crecimiento.
El simple plano de la experiencia más inmediata bastaría –por lo menos en el Uruguay- para decretar la falencia de esta certidumbre. Porque, si, probablemente, los reflejos pasionales, la sugestión de las divisas históricas pesan mucho menos que en el pasado y casi nada en las nuevas promociones, la perplejidad o el desdén absoluto por los problemas del destino común, el tráfico del voto a cambio de algún favor o alguna esperanza, la ignorancia abismal de la cosa pública poseen un volumen que nadie se animaría a juzgar decreciente. (Sentencia acertada, que en realidad es más cierta ahora que cuando fue escrita, pues hoy miraríamos aquellos tiempos, y los miramos efectivamente, como tiempos en los que “no pasaban estas cosas”, pues de hecho, pocos años más tarde y con anterioridad inmediata al golpe de 1973, la sociedad uruguaya vivió, como todos sabemos, una politización sumamente acentuada, donde, en el humorístico y ocurrente decir que Julián Marías aplicó a la España republicana, todo se reducía a saber si algo o alguien era de derecha o de izquierda. FB) Además, el simple pronóstico sobre quién, o quiénes, triunfarán y el placer de estar entre los que acierten (ese subconsciente lúdico que torna cada decisor en el espectador de un gratuito, jugoso, decisivo juego) la rutina malamente confundida con una tradición ya disipada, deciden con seguridad mucho más sufragios que hace algunas décadas. Y agréguese a esto, todavía, los factores coadyuvantes nuevos del conformismo social (“Satisfaction guaranteed.... or your money back!”, FB) que identifica cualquier postura nueva, cualquier denuncia de los males de fondo con la ruptura de comodidades tan precarias como queridas, la identificación de los titulares –blancos y colorados- del régimen con el país feliz y en forma que hemos dejado de ser, el horror (no es expresión excesiva) con el mundo de exigencia, decisión y peligro que, tras el derrumbe de los cuadros, podría rondar, la intemperie literal que esta nostalgia de prenatales abomina.
Pienso, con todo y más en general, que lo decisivo y lo que no previó el optimismo batllista y el de otros movimientos similares (por lo menos en países tan “occidentalizados” y “urbanizados” como el nuestro) fue la irrupción de las modalidades de la “sociedad de masas” y sus expresiones políticas. De la “sociedad de masas” en su vertiente capitalista, que es la más típica, provienen las onerosas pautas de simplificación, infantilismo, pasividad, automatismo, superfluidad, contagio mental, anomía, vacío espiritual y fin de todas las “fidelidades” ideológicas y tradicionales. En ese proceso, como colectividad, estamos, y todo el volumen de la “masa media” prefabricada, todo el estruendoso fracaso de nuestra educación en sus varios niveles lo alimenta. Tal impacto, como resulta claro, no es independiente del proceso que se ha tratado de esbozar. (Nota al pie de página número 56: Para usar un ejemplo que resultará claro extraigamos uno del fenómeno artístico. Probablemente Batlle, Frugoni, los progresistas del 900 creyeran que los hijos del tanguero de sus tiempos escucharían a Beethoven y a Schubert: no es probable que hayan sospechado que los hijos, los nietos de aquellos oirían los pueriles productos de la “nueva ola” y que los cultores del tango clásico posarían casi como intelectuales.) (Un comentario interesantísimo que desde luego, como toda literatura, pinta mucho más a quien lo escribe –Jesús: “de lo que abunda en el corazón habla la boca del hombre”- que a la realidad que trata de describir. Como el propio Real de Azúa reconoce, no sabe bien él -ni sabemos bien nosotros- qué podría haber pensado Batlle y Ordóñez del arte en tiempos aristocráticos y en tiempos democráticos, y qué diferencia podría existir entre ambas concepciones del mismo, si es que consideraba que debía existir alguna según que predominara una lógica igualitaria, o no. Pero si consideraba que la democracia conduciría al progreso de la población en general desde el punto de vista de la calidad artística, sin duda que razonó incorrectamente. Nosotros hacemos extensivo a todo el arte las consideraciones que Tocqueville hace para la literatura: así, decimos que ni la belleza, ni la perfección, ni el contenido caracterizarán al arte en los tiempos democráticos, sea cual sea su manifestación. En cambio, vehemencia, audacia, descuido, imperfección, abundancia, fecundidad, puerilidad intelectual, estilo “lavado” –o “light” como ahora suele decirse- se encontrarán con frecuencia. El arte en los tiempos democráticos por lo general no busca deleitar. Y cuanto más avanza el sentimiento de igualdad entre los hombres, más extremoso parece hacerse el proceso –es precisamente lo que hoy en día observamos. En sus propias palabras el insigne pensador francés dice (1957:482) “Hablando en general, la literatura de las épocas democráticas no puede presentar, como en los tiempos de aristocracia, la imagen del orden, de la regularidad, de la ciencia y del arte; la forma se encontrará, de ordinario, descuidada, y algunas veces despreciada; el estilo será frecuentemente extravagante, incorrecto, recargado, flojo y casi siempre atrevido y vehemente; los autores atenderán más a la rapidez de la ejecución que a la perfección de los detalles: habrá más escritos pequeños que libros de fundamento, más ingenio que erudición, más imaginación que profundidad; reinará una fuerza inculta y casi salvaje en el pensamiento, y muchas veces una variedad grande y una fecundidad singular en sus producciones. Se procurará asombrar más bien que agradar, y se tratará de excitar las pasiones más bien que de encantar el gusto.” Así, la “nueva ola” en la música, de la que, con exquisito arcaísmo (“quaint” diría un británico de pura cepa) se queja Real de Azúa aduciendo sus “pueriles productos”, no es sino la dinámica natural que habrá de tener la manifestación artística cuando la igualdad de condiciones de los hombres sea, si no el estadio final, por lo menos el principal objetivo de su existencia. FB) Llegados a este punto no es evitable advertir que el prospecto del Batllismo y de otros partidos se basaba en la permanencia de cierto tipo humano radicalmente distinto que el que la “sociedad de masas” modela. Para elegir casi al azar un término, es el que puede llamarse en la terminología de Riesman y sus colaboradores de “The lonely crowd”, el “innerdirected”, el hombre capaz, por educación, por maduración interna de una conducta que porte aquellos trazos más arriba nombrados (o sus sinónimos de autónoma, responsable, racional, desinteresada). (En su clásico trabajo, del que existe versión en español, “La muchedumbre solitaria”, Riesman distingue entre tres tipos de direcciones que el ser humano tiene para su conducta: 1) La dirección tradicional, que muy aproximadamente caracterizaría a las sociedades primitivas, basada en autoridades y tradiciones preexistentes al individuo; 2) La dirección interior, basada en la autonomía de la conducta y de la moral-en algún sentido podría aproximarse a lo que busca Kant- y 3) La dirección exterior, caracterizada para la sociedad de masas moderna, donde la conducta del hombre se regula pura y exclusivamente por lo que los otros esperan de él. Así se acuñó –para este último caso- el término “personalidad radar”, la del individuo que experimenta en todo instante una angustia por sintonizar con los otros. FB) Si, por una parte, el deterioro de este tipo humano es en tal manera universal, él plantea a las soluciones políticas de nuestra época problemas de opción radicales respecto a las que sólo sociedades tradicionales de estructura muy sólida o las movilizaciones más auténticas del dinamismo revolucionario (como ya se insinuó) parecen estar en condiciones de afrontar. Pero, también, achicando la apertura de nuestro lente, es del caso preguntarse si el solidarismo laico y el fondo emocional del Batllismo, su autonomismo optimista, su respeto liberal al fuero íntimo no lo hacen sustancialmente inapto para responder a este amplísimo, sustancial desafío.
Ya en la ola de enriquecimiento fácil de la segunda postguerra aquellos factores adquirieron en el Uruguay una eficacia peculiarmente nociva. Cierto populismo batllista que en la primera generación del partido había tenido efectiva vigencia, cierto talante entre bohemio y “pobrista” que había encarnado mejor que nadie la estampa de Domingo Arena, fue barrido por los nuevos vientos. Punta del Este, nuestra gran ciudad balnearia, fue convertida por una propaganda demagógica muy incisiva en una especie de símbolo del nuevo régimen. (Nota al pie de página número 57: Un símbolo, al que esa propaganda, cuando le tocó la hora del triunfo, reverenciaría como neófito remordido y más entusiasta que nadie.) Pero la propaganda incidía en una verdad (como ocurre generalmente cuando es eficaz): rompe los ojos, a partir de 1946, la incorporación de la clase dirigente batllista, restituída a los goces del poder, a los grupos privilegiados del lucro comercial, industrial y agrario.
Esta afirmación, claro está, hace apenas más que rozar el problema de la “moral de masa” (Ortega negaría rotundamente este concepto, pues para él el hombre-masa carece de moral, religión y en general, de toda supeditación a algo superior a él. Veamos, aclarando que los resaltes en negrita son nuestros (1981: 204-205): “En realidad, vivimos un tiempo de chantaje universal que toma dos formas de mohín complementario: hay el chantaje de la violencia y el chantaje del humorismo. Con uno o con otro se aspira siempre a lo mismo: que el inferior, que el hombre vulgar, pueda sentirse eximido de toda supeditación.
Por eso, no cabe ennoblecer la crisis presente mostrándola como el conflicto entre dos morales o civilizaciones, la una caduca y la otra en albor. El hombre-masa carece simplemente de moral, que es siempre, por esencia, sentimiento de sumisión a algo, conciencia de servicio y obligación. Pero acaso es un error decir “simplemente”. Porque no se trata sólo de que este tipo de criatura se desentienda de la moral. No; no le hagamos tan fácil la faena. De la moral no es posible desentenderse sin más ni más. Lo que con un vocablo falto hasta de gramática se llama amoralidad es una cosa que no existe. Si usted no quiere supeditarse a ninguna norma, tiene usted, velis nolis, que supeditarse a la norma de negar toda moral, y esto no es amoral, sino inmoral. Es una moral negativa que conserva de la otra la forma en hueco.” FB) y el del destino de una ética solidarista y laica en el contexto de un capitalismo que, como el de todos los países marginales, parece destinado a la putrefacción antes de haberse acercado –ni de lejos- a madurez y forma. (El error de este diagnóstico no está, me parece, en este enfoque “evolucionista” que de alguna manera remite a esa sucesión de “modos de producción” de que habla Marx, sino de otro hecho más sustantivo, y es la poca viabilidad intrínseca del capitalismo en países –como los sudamericanos- en donde: 1) No existe la ética protestante, fuertemente relacionada con el origen y con la filosofía del capitalismo, tal como señaló Max Weber, en enfoque que compartimos; 2) Como directa consecuencia de lo anterior, no existe una fuerte ética del trabajo, como sí existe en los países anglosajones; muy por el contrario, el empleo manual es con frecuencia mal visto en la cultura hispánica tradicional; 3) Como otra consecuencia, la productividad laboral en términos de bienes y servicios es comparativamente pobre, lo que automáticamente disminuye el poder del dinero, que sólo existe –como muy bien señaló Ortega- en función de lo que se puede comprar con él. No habiendo nada que comprar, el poder del dinero es nulo. FB)
Sobre este expansivo pantano, la marea fascista, la Segunda Guerra Mundial y la “guerra fría” acarrearon una dualización ideológica universal cuyo sustancial maniqueísmo, difícil es negarlo, encontró eco receptivo en el Batllismo. A éste, en verdad, su propio nervio “ideologista”, su mesianismo democrático radical le hicieron poco propicio a una postura medianamente escéptica, a toda dilución relativista de los lemas y estribillos más enroladores. (Nota al pie de página número 58: Nótese, de paso, que en esa postura y nutrido por aportes culturales muy distintos, un partido de acento moderado y hasta conservador, como el que respondía a Herrera, pudo mostrarse mucho más resistente a la dualización propagandística, tanto a la de la guerra mundial como a la de la “guerra fría” y a la “cruzada antisoviética” y sus peligrosas contingencias. (Una resistencia que es prudente extender sólo hasta la muerte del propio Herrera en 1959). Por otra parte, es posible registrar que fueron hombres salidos del Partido Colorado en la era batllista, caso de Alberto Guani, los que marcarían una orientación internacional más obsecuente a los dictados de Washington.) (Un comentario importante, que en líneas generales compartimos. De todos modos, no es fácil saber qué postura con respecto a Norteamérica habría adoptado el Dr. Herrera si hubiese vivido algunos años más, ya con la responsabilidad de gobierno sobre sus espaldas, que la elección de 1958 había conferido -¡tras 93 años de no gobernar!- a su partido, pues la muerte lo sorprendió a las pocas semanas de asumir el mandato del Consejo. Se piensa de una manera cuando se es oposición, y de otra muy diferente cuando se conducen los destinos de un país. FB)
Tan importante, sin embargo, como es en sí misma esta pugna masificadora con recetas cuidadosamente cocinadas resulte que, entre sus efectos, ella haya contribuído a disipar el debate político uruguayo. Ese debate en las primeras décadas del siglo no había estado privado de deducciones de tipo universal pero ellas eran de muy otro nivel y, al particularizarse al país, habían dado origen a expresiones de una riqueza y autenticidad ideológica nada desdeñables.
Por todas estas vías, a través de un proceso de casi un tercio de siglo, hemos asistido así a un irse vaciando los partidos del agresivo perfil que tenían. Pero este ahuecamiento, en una sociedad de grupos produjo resultados que progresivamente –podría fijarse el punto de partida hacia 1940- se hicieron tangibles. Los distintos núcleos sociales, descubrirían que su mejor política es la de regatear su apoyo a esos partidos sin echarse en brazos de ninguno; compelerles desde fuera, por medidas de amenaza o de efectiva fuerza, a las medidas que reclaman. Se ha producido así un desplazamiento del poder del Estado hacia un “para-Estado”. Un “para-Estado” en el que los partidos, por estruendosos que sean sus esporádicos arrestos de acción autónoma, simplemente, cuidadosos de su futuro, se limitan a asentir, en el que la decisión gubernativa tiene por lo general función de refrendo y sólo en los casos de más aliento contensora, dilatoria, transaccional.
Cada grupo pugna por mayor cuota-parte en la renta nacional o, más defensivamente, por conservar la que tiene, distinción en la que los sectores de altos ingresos podrían situar su mayor masa sobre el primero de los términos y los de medios y bajos su mayor masa, también, sobre el segundo, aunque si se estuviera en puridad a la argumentación corporativa de infraconsumo o descapitalización (por la inflación incontrolable, por la política impositiva) a todos una misma angustiosa urgencia los mueve. Esto es lo fundamental y nadie –es como la carrera azorada y brutal en un local incendiado- parece preocuparse por la caída de la producción y los servicios, los aumentos de costos, las repercusiones sociales de las ventajas que siguen, el estancamiento que a distancia provocan. En esta baraúnda siguen incólumes las ventajas de los grupos privilegiados –los más privilegiados hablan poco y cuando lo hacen su tono es tan urgido como todos los demás, salvo el explicable silencio del contrabando, de la faena irregular de la carne y de la usura, tres sustanciales rubros de ascendente fortuna. Los intermediarios del consumo popular, ciertos onerosísimos grandes profesionales, los comerciantes acumuladores de stocks de demanda rígida, los estancieros que alegan el bajo interés que obtienen por su capital pero callan sus grandes capitales (ya personales, ya disimulados a efectos de trasmisión en sociedades formalmente anónimas), los capitalistas de juego, ciertos sectores industriales (y son muchos) pasajera o establemente trustificados, representan también privilegios intocados y aun crecientes. Y todavía, junto a éstos, los menos habilidosos pero sustanciales del capital rentístico favorecidos por una fiscalidad a la vez tendenciosa y benévola, tan incapaz de golpear los grandes beneficios como de constreñirlos a una reinversión productiva dentro del propio país.
Dilúyanse o cárguense las tintas de este cuadro, su incontrovertible existencia explica, si a él se unen las tachas del elenco político, que sea imposible –y de no serlo, farisaica- cualquier postura admonitoria, cualquier invocación a sacrificios por un mejor destino nacional.
Por estas vías y estos modos, el Uruguay resulta hoy, una nación cuyo equilibrio, de tono medioburgués, cuyo conformismo social le hace hostil a toda reforma de estructuras, especialmente en aquello que ésta represente, de manera inevitable, una redistribución efectiva del ingreso, lo que es, sin duda, coherente con el acento conservador del aparato político que sostiene (y soporta). Pero es también un país que si se observa a través de la conducta de muchos de sus grupos económicos y sociales, reclama y actúa como si quisiera (pero la impresión es engañosa) que esas estructuras no debieran estar un minuto más vigentes, como si los precarios equilibrios que se han logrado tuvieran que ser rotos sin más dilación. (Este es uno de los párrafos más famosos de este libro, que ha sido transcripto más de una vez, por lo que recuerdo, a trabajos posteriores, en general realizados con posterioridad a la dictadura militar de 1973-1984, pretendiendo explicar su génesis. Y efectivamente, el cuadro que transcribe aquí Real de Azúa es típicamente un estado de anarquía, si no estrictamente en su sentido literal –“Falta de todo gobierno en un Estado”- sí en su segundo sentido, figurado él –“Desorden, confusión, por ausencia o flaqueza de la autoridad pública”-. Sabido es que Maquiavelo es especialmente severo en su enjuiciamiento a situaciones de esta clase, y así afirma (tomo la cita de Puiggrós, 1985:9): “Como a todo régimen nuevo se le presta al principio obediencia, duró algún tiempo el democrático, pero no mucho, sobre todo cuando desapareció la generación que lo había instituido, porque inmediatamente se llegó a la licencia y a la anarquía, desapareciendo todo respeto lo mismo entre autoridades que entre ciudadanos, viviendo cada cual como le acomodaba y causándole mil injurias; de suerte que, obligados por la necesidad, o por sugestiones de algún hombre honrado, o por el deseo de terminar tanto desorden, volvióse de nuevo a la monarquía...”. Creo que en este párrafo hay una idea clave, y es que la anarquía resulta insoportable por las injurias que se realizan los ciudadanos –y grupos- entre sí. En su versión extrema, es regresar a un “estado de naturaleza” tal como lo entiende Thomas Hobbes, de guerra de cada hombre contra cada hombre. Esta es la razón por la que ningún estado de anarquía pudo durar históricamente mucho tiempo. FB)
Podrá decirse que contener aquéllos y salvar éstos es la misión de todo Estado y los que lo invisten, pero la conclusión no podría quedar en este aserto tan general. La situación, realmente paradójica, es la de una política y una sociedad que no quieren, es obvio, ni el capitalismo ni la libre empresa puras ni menos una economía socializada, centralizada y planificada pero soslayan al mismo tiempo lo difícil, lo delicado que es el funcionamiento medianamente eficaz de sistemas intermedios. Una sociedad que parece confundir la sideral distancia que existe entre cualquiera de ellos que sea coherente y nuestra realidad. (Cierto trabajo posterior caracterizó nuestra economía de aquellos años como “Un socialismo sin plan y un capitalismo sin mercado”, FB) Una realidad, dígase en forma breve, que es una olla podrida de estatismo y capitalismo especulativo, de dirigismo e intervencionismo esporádicos y promesas, muchas promesas, de una planificación futura. (Nota al pie de página número 59: Aun a riesgo de reiterar alguna afirmación, decimos que resulta así perfeccionado el trámite de una política social tan indiferente a que los beneficios de los grupos y clases o del sistema de seguridad social “salgan” de una mayor y mejor producción como incapaz o reticente a que ellos sean extraídos de una efectiva, deliberada redistribución de la renta nacional. Que esto ha ocurrido para ciertos sectores es evidente, pero más que discutible sería que aun el incremento de la parte del salario en ella haya respondido a una política deliberada o a una concepción global del desarrollo de nuestra economía. No creo, por esto, que pudiera filiarse en ese propósito consciente, la política desarrollada entre 1942 y 1958 de redistribuir a favor de la ciudad y en contra del campo por medio de la política cambiaria el ingreso nacional, pues ambos, campo y ciudad, son entidades demasiado globales y complejas, puros “ámbitos” si se quiere, para que las repercusiones de este trato no incidan multiplicadamente en sectores a los que, en forma alternativa, no se deseaba beneficiar ni castigar. De cualquier manera, dos conclusiones son inevitables: la inflación es y ha sido la solución cotidiana de estos regateos; una solución aplicada al día y para el día, con criterio crudamente político y electoral. La otra es la de que si algún sentido promotor, desarrollista esa política ha tenido, la industrialización de tipo batllista (en otra parte examinada) ha estado lastrada por demasiados errores y la postergación del sector agropecuario (en esto coinciden casi todos los análisis económicos realizados) resulta demasiado peligrosa para la economía del país considerado como un todo. Ahora, como hace cinco décadas, la política uruguaya parece moverse en torno a un equívoco inasible: el Batllismo ha castigado al campo queriendo, presuntamente, castigar al latifundio; los sectores blancos han defendido al latifundio diciendo, y tal vez queriendo (algunos), defender al campo y a sus hombres. Mientras sigue atornillada a tal desencuentro, toda la economía nacional continúa igualmente supeditada a la capacidad de vender en el exterior los productos primarios del campo, ya que lanas, cueros y carne proveen más del 90% de las divisas que el Uruguay necesita. Pero la “voluntad” de vender está condicionada a los precios que los productores individuales juzguen remuneradores y así mediatizada a una voluntad de resistencia (en ocasiones extorsiva) que debe ser, si se mide su poder económico y el carácter no perecedero de tales productos, más grande que cualquiera otra en el país. La política impositiva y sobre todo la cambiaria ha estado sometida a los dictados que de ella resulten e, igualmente, la misma estabilidad nacional tan condicionada a todos esos factores.)
Desde el punto de vista del Batllismo, para volver a él, a este moverse azorado entre grupos sociales de nivel intermediario o alto (los llamados “estratégicos” [Nota al pie de página número 60: Es decir: aquellos cuya eventual inactividad provoca las repercusiones sociales más graves.] tienen la seguridad de una consideración más favorable) ha ido a parar la postura clásica de una conciliación de clases en un espíritu siempre acrecido de justicia dentro de una sociedad progresiva, en una nación que se industrializa, que moderniza sus estructuras agrarias, que se fortalece.
Si se ha de ser justo, es discutible la parte que el movimiento creado por Batlle pueda haber tenido en este proceso; es de pensar, sin embargo, que su optimismo social básico, su insistencia en estribillos estatistas y fiscales ya ñoños, vetustos, el criterio electoral que abona muchos de sus actos (y que es en cierta medida inseparable de toda “política de partido” en régimen pluralista) no han contrariado en nada esta tendencia que es hoy la dominante del país. Reproche más sustancial todavía puede ser el de que haya resultado tan invisible su reacción frente a la caída de nivel de la gestión de los Entes, dándole argumentos a la postura conservadora, cerrando por ese lado la necesaria ampliación del sector estatal.
También parece responsable el “acento” que el Batllismo imprimió a su prédica: vivíamos en un país de ricas potencialidades, que a nada nos constreñía y no hace muchos años ya en pleno pantano de dificultades, la figura más notoria del partido rechazaba con indignación, en un discurso de regreso, que alguien tuviera que hacer algún sacrificio en esta tierra venturosa. (Nota al pie de página número 61: Al parecer, no sólo excluía a los pobres –sobre los que las prédicas capitalistas de “austeridad” hacen recaer el peso de los reajustes- sino que también parecía dejar al margen a los hartos, sobre los que ellos tendrían en justicia que pesar con casi todo su peso.)
VII. La inadecuación frontal. (Real de Azúa, 1964: 97-100)
Si la crisis ya se produjo, si el deterioro ya se hizo efectivo, poco sentido parecería tener un contraste entre las exigencias que nuestro tiempo impone a una pequeña nación marginal y las soluciones que un partido fue capaz de dar para lograr su promoción en tiempos históricos de optimismo apacible y básica seguridad. Sin embargo, un cotejo recíproco de esos dos roles: exigencias y soluciones, puede poseer una virtud esclarecedora interesante. Ensayémoslo entonces, rastreando la posibilidad de que haga ya tiempo que un desajuste creciera entre la doctrina de aquel partido y una realidad eventualmente distinta de aquélla en que fue apta para inscribirse.
De esa “realidad” pasada, del “mensaje” batllista, ya hemos hecho suficientes afirmaciones y no hay más que recapitularlas ceñidamente. Una doctrina, anotamos, modelada en una nación socialmente equilibrada, (Al recapitular Real de Azúa sus errores de concepto, nos obliga a nosotros a recapitular, también, nuestras críticas. Por lo visto, para este hombre las guerras civiles, y en especial la peor y más sangrienta -por los medios bélicos más evolucionados-, la de 1904, un año después de asumir Batlle la primera presidencia, apenas parecen haber existido. O no existieron absolutamente. La realidad es exactamente la opuesta. El país estaba fragmentado y al borde de su disolución cuando Batlle asumió en 1903 la Presidencia de la República. En el Informe Anual para el año 1907 producido por el Ministro Plenipotenciario Británico acreditado en el Uruguay, tres años después de terminada la guerra de 1904 pero aún frescas sus secuelas, se dice –resaltes en negrita, nuestros-: “Puede ser, como lo he visto sugerido, el último destino de Uruguay desaparecer eventualmente como un país independiente, compartiendo el destino común de los pequeños Estados adyacentes a vecinos poderosos”. La cita esclarecedora está tomada de Vázquez Franco (1994:116). Inclusive el Pacto de la Cruz de 1897 había legitimado esta cuasi desintegración, estableciendo virtualmente la secesión de seis departamentos que serían gobernados por adictos a Saravia, con independencia casi absoluta del gobierno nacional sito en Montevideo, aunque bajo la nada desdeñable influencia del gobernador de Río Grande, Brasil, Joao Francisco, amigo y protector de Aparicio mismo, -en lo que se conoce como la famosa “inversión de alianzas”- ya que el hermano mayor de Aparicio, Gumersindo Saravia, había ayudado a Joao Francisco en sus campañas algunos años atrás en Río Grande. Ningún investigador serio podría aceptar la expresión "equilibrio", cuando los enconos han llegado al punto de requerir la ayuda de extranjeros con tal de derribar al oponente. Idénticas consideraciones merece, en verdad, -seamos justos- el propio Batlle y Ordóñez por el pedido de ayuda a Estados Unidos en agosto de ese año 1904, en plena guerra, materializada en la presencia de dos fragatas norteamericanas en las costas del Río de la Plata, aduciendo la violación de la neutralidad en el conflicto también por parte del gobierno argentino del momento. "Los hermanos sean unidos // porque esa es la ley primera // tengan unión verdadera // en cualquier tiempo que sea // pues si entre ellos pelean // los devoran los de afuera" --José Hernández, “Martín Fierro”. Repito una vez más: ¿de qué equilibrio social estamos hablando?, FB) en la que los reclamos de los sectores sociales por una vida mejor más tuvieron que ser inicialmente estimulados que contemplados. Una producción, la de esta colectividad, simple y remunerativa, de salida regular en el circuito económico del imperio inglés, sin otros sobresaltos que ascensos poco sensacionales y depresiones relativamente fáciles de enjugar. Una economía complementaria, en suma, del gran organismo económico occidental, con pausados índices de crecimiento demográfico, con un sistema monetario estable, con una clase dirigente nutrida por la cultura europea en su gran momento humanista y optimista, dotada de una fe casi sin resquicios en la superioridad de las instituciones representativas, en el seguro porvenir de una organización social que culminase en un Estado que la sirviera. Que exorcisase, por ello, al “poder” –político o militar-, juzgado como rémora de tiempos oscuros, peligroso o simplemente inútil para cualquier calculable porvenir.
No es reiterativo (decía) para llegar a ciertas conclusiones, armar el contrapunto entre este cuadro (en el que el Batllismo fue capaz de funcionar y crear) con aquel en el que las presentes e inminentes generaciones del país tienen y tendrán cada vez más que moverse. Enumeremos a todo correr.
Un mundo en el que grandes grupos supernacionales crecientemente erizados y resueltos a lograr su autosuficiencia parecen decididos a estrangular nuestro comercio exterior y, con él, nuestro suministro más vital de divisas, en el que las ficciones del solidarismo internacional a todo cuerpo revelan día tras día su naturaleza de tales, en el que el desnivel entre países maduros (o centrales, o desarrollados) y países periféricos (o inmaduros, o insuficientemente desarrollados) se ahonda sin pausa y se traduce, entre otras cien expresiones, en una “relación de intercambio” siempre desfavorable para nuestras naciones. Un mundo donde una revolución tecnológica de cibernética y automatización marcha a grandes pasos mientras en ese rincón de él que agrupa a nuestras patrias apenas se recorren los primeros trancos (penosa, pausadamente) de las formas más elementales de industrialización, profundizándose por ahí, también, el foso entre el “adelanto” y el “atraso”. Lo mismo la otra abismal diferencia –corrrelativa, causal, efectual- entre el tremendo dinamismo operante y creador que las zonas centrales (Europa, U.R.S.S., Japón, Estados Unidos) despliegan y nuestro trámite de vida cansino y apacible, nuestro ritmo de trabajo generalmente laxo, nuestro sistema de retiros generosísimo, nuestra enseñanza más breve y benévola, menos exigente que ninguna otra, menos impositiva en calidad y en cantidad, menos imantada a la función suprema, disciplinada y esencial de estudiar, ponerse al nivel, aprovechar al máximo todas las aptitudes de lo que cualquier nación en nuestras condiciones pudiera, sin peligro de estrangulamiento, concederse. Un mundo sometido a las terribles presiones del espíritu acreedor de la sociedad de masas y las nuevas formas de organización política y social que ella reclama, en donde asumen acuciante emergencia los problemas de la propiedad y el uso de los medios de coacción psicológica y de labilidad social que la técnica ha madurado. Un mundo sobre el que planea la amenaza de los sectores de enloquecida explosión demográfica y la acción de ideologías universales, instrumentos de las políticas de poder, organizadas, ubicuas, corruptoras, inescrupulosas. Un mundo en el que las tensiones internacionales y la operancia de los imperialismos –en recesión, pero aun muy efectivos- suelen imponer a las naciones en proceso liberador la política militar más costosa o el ejercicio más centralizado, menos “humanitario” de su autoridad, por muy pacíficas que ellas sean, por muy humano que el móvil que las inspire haya comenzado siendo. Un mundo en el que todo parece marchar en sentido inverso a la confiada suposición batllista de un ensanchamiento de las cuestiones susceptibles de ser resueltas por el buen sentido del hombre común y su capacidad de decisión mayoritaria tras minuciosa y llana discusión, un mundo en el que, por el contrario, ese hombre común recibe la opción, ya preparada, ya tremendamente simplificada, (Real de Azúa se está refiriendo, sin nombrarlo, al auge del “slogan”, término que a veces ha sido traducido al castellano por “consigna”. Examinemos brevemente esto. Webster´s Dictionary edición 1994 página 1342, define “slogan” como “a distinctive cry, phrase, or motto of any party, group, product, manufacturer, or person; catchword or catch phrase.” En tanto, la Real Academia define “consigna” en segunda acepción como (1992, tomo 1, pág. 547): “Dicho de agrupaciones políticas, sindicales, etc., orden que una persona u organismo dirigente da a los subordinados o afiliados.” Surge claro que ambas definiciones no significan lo mismo, puesto que en el vocablo “slogan” aparece la noción de “catchword or catch phrase”, la frase o palabra de efecto, pegadiza, calculada precisamente para eso, para ser fácilmente aprendida y por tiempo recordada. Este elemento no está presente en la definición del vocablo “consigna”. Por eso nos resolvemos a mantener el uso del vocablo inglés, y decimos que en verdad, el slogan es tal vez uno de los elementos verdaderamente quintaesenciados de la cultura de las masas –sé que a muchos lectores rechinará esta expresión, pero “cultura” se usa aquí en un sentido sociológico o antropológico, sociedades y hombres aculturales es claro que no hay-. En los IV Cursos Internacionales de Verano de fines de 1967, organizados por la Universidad de la República en Montevideo, en conferencias posteriormente resumidas en 1968 bajo un interesante libro, “Vida y cultura en la sociedad de masas” por el Fondo de Cultura Universitaria, se trató con cierta amplitud el tema, y uno de los panelistas, Bernard Rosenberg, sostuvo en una de sus ponencias (pág. 107-108, resaltes en negrita nuestros): “Un ejemplo típico de la cultura de masa, en verdad su destilación más perfecta, es el slogan. Ninguna otra cosa condensa tan bien la calculada simplicidad emocional de los mensajes para las masas. El slogan promete a quien lo recibe la posibilidad de obtener, a través de un mensaje breve, penetrante y sin complicaciones, la más completa dicha, salud, riqueza, adaptación social, paz, amor, prestigio, virilidad, auto-confianza, ascendencia, salvación.” En cuanto a los orígenes del slogan, Rosenberg los sitúa, como muchos elementos culturales de nuestra vida moderna, en la Revolución Francesa (p.109 del mismo libro): “La Revolución Francesa ha provisto una de las piedras fundamentales para el uso de los slogans. Por su forma compacta, su emotividad y lo incisivo de su texto, pocas frases han logrado ser más útiles que “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, que en una cápsula retórica establece por adelantado todas las aspiraciones que el Tercer Estado Francés tenía para liberarse del señor feudal. (....) Después de la caída de Napoleón, las potencias victoriosas reunidas en el Congreso de Viena también adoptaron un slogan; pero “Restauración, Compensación y Legitimidad” demostró ser ineficaz; no era ni tan simple, ni tan excitante, ni tan dramático, ni tan apasionado como el slogan de la Revolución.” De donde se concluye que un slogan efectivo, que mueva multitudes, -ejemplos nuestros podrían ser: “Verdad y Justicia”, o más anteriormente, en 1985 cuando la restauración democrática, “Amnistía General e Irrestricta”- aparte de su “calculada simplicidad emocional”, debe expresar, más que objetivos que puedan ser razonablemente alcanzados, la esperanza sostenida por el sector de la población a que éste va dirigido. FB) de decisiones absolutamente genéricas y mitificadas, puesto que, en verdad, los dictados esotéricos de la técnica son los que hacen frente a una realidad cada vez más peligrosa, urgente, delicada, compleja. Un mundo en el que, así, la efectividad democrática se ve cada vez más reducida a un refrendo casi plebiscitario y masificado de cada régimen y la dualidad o multiplicidad de partidos (cuando se sostiene) representa diferencias insignificantes o esencialmente epidérmicas, anecdóticas. Un mundo en el que la alternativa entre desarrollo y la posibilidad de satisfacer los reclamos impostergables de la masa o el estancamiento y la pobreza imponen disciplinas sociales y productivas muy estrictas, unidad de miras, rigurosas contenciones del consumo, cautela nacional defensiva muy despierta ante las consecuencias políticas y económicas de los aportes financieros extranjeros que ese desarrollo –o lo mismo su alternativa de la capitalización nacional- requiere. Un mundo, en fin, en el que ha periclitado la filosofía histórica y el europeocentrismo racionalista, optimista y humanista en el que el Batllismo se movió mientras el valor de las culturas llamadas “atrasadas” (y, correlativamente, la condicionalidad y la equivocidad de los patrones ideológicos supuestamente “universales”) se hace convicción general, extendida, hasta fervorosa. Un mundo (por fin, y el recuento no es completo) en el que todas las convicciones, valores, vigencias que fundan instituciones, pautas de conducta, relaciones, se enflaquecen hasta desaparecer y no tanto la publicitada angustia como el sinsentido, la indiferencia, la ajenidad a todo, ocupan su sitio.
Abusivo contrapunto, se dirá. Y además impostado. ¿Qué movimientos políticos tradicionales responden a este repertorio, dramáticamente yuxtapuesto? Ninguno de los que se mueven en nuestra órbita, debe contestarse. Pero agregando que no son muchos los que quieran hacer de la historia un presente, los que invocan con tan pétrea seguridad sus orgullosas fórmulas quincuagenarias.
VIII. Conclusiones. (Real de Azúa, 1964: 101-107)
Volvamos ahora a la interrogación que fue nuestro punto de partida.
Hay, claro está, para ella, contestaciones generales, siempre probables si se supone el proceso, la dialéctica interna de esa realidad que es un “partido”.
Una de esas respuestas insiste en que es regular que todo movimiento cívico devenga de ser una “mística” a ser una “política” (para usar los términos de Charles Peguy), pase de ser un “impulso” a ser una “organización”, desfibre su redentorismo dinámico en una satisfacción de lo alcanzado. Esta explicación tiene algo que ver con aquélla que identifica todo brío creador institucionalizado (en partidos, en organizaciones, en movimientos) con un cierto “neuma” –cierto aliento, cierto espíritu- que tenderá fatalmente a amainar y aun agotarse, de acuerdo a un proceso similar a aquél con que ciertas filosofías cíclicas de la historia marcan el paso del ascenso al crepúsculo de las civilizaciones.
Tal explicación es de tipo analógico. Pero no lo es la que señala en los partidos el proceso de oligarquización que estudió Roberto Michelis, (Robert Michells, famoso ensayista político, autor de la conocida “ley de hierro de la oligarquía” de los partidos políticos, FB) ese tránsito de la espontaneidad de las bases o la gran figura creadora (Batlle en este caso) a los colegiados mediocres, rutinarios, proclives a una actitud puramente defensiva y “administradora”. Entre 1929 (año de la muerte de Batlle y Ordóñez, FB) y 1933 muchos uruguayos, inclusive batllistas, creyeron sorprender este paso, convicción que, certera o no, mucho tuvo que ver con el clima que caldeó el golpe de Estado de 1933.
Mayor valor de generalidad tiene anotar todavía que todo partido dotado de contenido programático pugna por la realización de ciertos “valores”: políticos, económicos, socio-culturales. Digamos: cierta concepción de la justicia, de la igualdad, de la libertad, de la autonomía social o nacional, de la eficiencia. Pero los valores políticos no son unívocos y, en cuanto se encarnan históricamente, resultan ricos de inesperadas sustancias. Cierta igualdad no es “la” igualdad, cierta libertad no es “la” libertad, cierta justicia no es “la” justicia. Por ello, al mismo tiempo que esos valores se realizan en la vida social, su misma afirmación va revelando insuficiencias, y vacíos. Y estos son los que, sin alterarse “la tabla de valores”, desencadenan un nuevo proceso, otra secuencia que el realizador de la modalidad consolidada, en este caso el Partido, ya no está en condición de capitanear.
Se han examinado, también, factores, razones más específicas. Una de ellas puede partir de la evidencia irrecusable que el Batllismo contribuyó a modelar, en esfuerzo dominante o más egregio que otros factores concurrentes, una sociedad y un Estado muy superiores a casi todos los otros hispanoamericanos según pautas determinadas. Unas pautas que, ni exclusivas ni intemporales, cabe llamar, más localizadamente, “modernas” y “progresistas”.
Todas las dimensiones del país dieron un salto hacia delante y seguirán creciendo un tiempo, siendo los guarismos decisivos de la población y la producción los que antes se detuvieron. De cualquier manera, pasó el Uruguay en las primeras décadas del 900, por esa etapa del regodeo de las cifras que fue una hora también de la vida argentina. (Nota al pie de página número 62: El documento ejemplar de este estado de espíritu, con validez para toda el área platense, lo constituyen los dos libros del gran periodista francés Jules Huret: “De Buenos Aires al Gran Chaco” y “Del Plata a la Cordillera de los Andes”, París, Fasquelle, 1911.) Con acrimonia (como siempre en él), un antibatllista tan consecuente como Mario Falcao Espalter, criticó en 1920, tal estado de espíritu.
Por ello, es como siempre a los factores cualitativos a los que hay que apelar cuando se quieren sorprender “las grietas en el muro”, el gusano en la fruta exteriormente opulenta. . Aventuremos, sin embargo, antes de su estricta consideración, que los modelos del subdesarrollo y los de los modos de salir de él, dan relevancia y cohesión a muchas de las críticas que en estas reflexiones (y algunas de ellas con reiteración) se han realizado. Tal es, por ejemplo, el evidente fracaso en diversificar y hacer crecer al sector primario agrícola-ganadero en términos sustanciales. Tal, el no haber previsto el efecto embotellador que sobre todo el desarrollo industrial tendrían, tanto aquél como la pequeñez del mercado. (Una seña, si se quiere, uno de los muchos lados desde el que puede presentarse el capital problema de la “magnitud nacional”, geográfica, demográfica y económica, en que una empresa modernizadora se hace factible y el acuciante para nosotros de qué porvenir poseen, como tales, las “pequeñas naciones”). Tales podrían ser también (reanudo el recuento) el carácter negativo de ciertos trazos que aquí se han subrayado. El haber dejado subsistente el sesgo predominantemente intelectualista y universalista de la educación uruguaya. El haber promovido un espíritu de “alto consumo”, de reclamo, derecho y facilidad antes de haberse llegado a estadios más altos de desarrollo. El haber anquilosado una superestructura política haciéndola sólo nominalmente representativa y tan inepta para recibir auténticas inflexiones del entramado social como para comunicar a éste impulsos valederos. Haber angostado por sectarismo político y religioso la generosidad y la amplitud de su veraz llamado a construir un país nuevo. Haber empantanado en la rutina política y en la torpeza burocrática toda dirección dinamizadora. (Nota al pie de página número 63: Todos los modelos del desarrollo a que se aludía atienden con especial énfasis a la necesidad de sanos cuadros culturales e institucionales que contribuyan a su fluidez.)
Con todo, si hubiera que ceñir las debilidades más globales, más conspicuas, de más efecto a largo plazo, es especialmente a dos a las que hay que hacer referencia.
La del móvil filosófico cultural podría ser una de ellas, pues es dable pensar que la filosofía “progresista” de que el Batllismo se reclamó ha entrado en proceso definitivo de disgregación y caducidad y que sus ingredientes racionalistas, individualistas, hedonistas, ético-inmanentistas, romántico-populistas o han seguido la suerte del compuesto que los integraba o han entrado –lo que en cierto modo es más seguro- en nuevas, en muy disímiles y hasta casi siempre irreconocibles recomposiciones.
Ceguera al contexto podría registrarse por fin; olvido, por ejemplo, de las restricciones que imponía al desenvolvimiento industrial la pequeña magnitud de la comunidad y de su mercado, desprecio a las constricciones a que sujetaría el crecimiento de la clase media y obrera una estructura agraria del tipo de la uruguaya, desatención a los fenómenos y desequilibrios de una situación de marginalidad en un medio cultural tan intensamente europeizado como ya era el nuestro. La falta de conocimiento de las condiciones americanas y de la naturaleza y significación del imperialismo que hizo a Batlle, en 1904, acariciar la idea de la intervención de la marinería yanki en nuestra guerra civil (Nota al pie de página número 64: Sobre esta solicitud de intervención, de la que siempre se habló en nuestro país de modo más bien vago, Milton Vanger, en el libro ya citado, ha establecido minuciosamente su proceso, mediante una investigación en los repositorios documentales de los Estados Unidos: “Diplomatic Dispatches” (vol. 17) y “Notes from Foreign Missions: Uruguay” (vol. 2), National Archives. Fue entablada ante el gobierno de los Estados Unidos el 4 de agosto de 1904 por intermedio de nuestro ministro acreditado en Washington, Eduardo Acevedo Díaz y pretendía la presencia en el Río de la Plata de una División Naval norteamericana con el confesado propósito de imponer al gobierno argentino del General Julio Roca una neutralidad que Batlle, a raíz de algún sonado episodio, consideraba violada.) no es, en cierto sentido, más que el corolario verosímil de una situación ambigua, de la residencia en un limbo en el que no éramos ni americanos ni europeos.
A este respecto se ha hablado, como se recordaba, del “país de espaldas a América”, bullente, promisoria, trágica que geográficamente integramos. Es un tema predilecto de las recientes promociones intelectuales y algunos libros muy conocidos de Mario Benedetti, de Carlos Martínez Moreno, lo han orquestado con riqueza. Vale la pena señalar, con todo, que es dudoso que una “atención a lo americano”, una menor alienación a los figurines de la cultura literaria y social de Francia tuviera que haber llevado a una renuncia de ciertas superioridades naturales de nuestro país respecto a otras zonas de América, a un masoquista ponernos a la altura de las más infortunadas.
En realidad, entre no haber conseguido hacernos una nación “central” y no “periférica” (una tarea de la magnitud de parar el sol) y este habernos diferenciado de lo específicamente rioplatense y americano; entre haber querido dotarnos de todos los órganos y los tejidos de una nación madura y haberse conformado con el destino y la magnitud de una pequeña comunidad económica e ideológicamente mediatizada se deslinda con suficiente precisión la falacia batllista. Una falacia que en cierto modo era inevitable: el despejarla hubiera reclamado esas grandes energías históricas de eslora, de aliento universal que recién las naciones marginadas del Tercer Mundo están, como un todo, en condiciones de potenciar y planear. La situación desde la que tal empresa quiso acometerse en nuestro país es de las que están más allá de la mera culpa o mala fe subjetivas: cualquier solución de fondo sólo podría haber vencido la precariedad de lo que se logró (dejando, por obvio, de lado el no haber hecho nada) por medio de un giro copernicano del destino de Latinoamérica entera.
Pudo con todo darse, pudo alborear una comprensión más exacta, menos satisfecha, menos hinchada de las constricciones que acechaban a lo ya realizado. La lucidez de una intelección plena es un bien en sí y pudo dictar a nuestros orondos gobernantes de las últimas décadas acciones y abstenciones que no hubieran lucido pero que pudieron dejar más desbrozado el camino. La convicción, por el contrario, de que con algunos retoques políticos y económico-sociales se había llegado a un estado de perfección no sólo es antidialéctica y antihistórica sino que tiene mucho que ver con todo el espíritu que inficionó lo mejor de la obra Batllista.
Ricardo Martínez Ces le ha llamado el “espíritu de facilidad”, (¡El “take it easy” a la uruguaya, y con cincuenta años de antelación...!, FB) señalando de paso lo ajeno que la propia personalidad de Batlle era a él. Podría llamársele “espíritu acreedor” también. Un trazo universal de la sociedad de masas, que países industrializados y maduros pueden (incluso) tener interés en fomentar, (esto parece cierto, aunque desde luego, tal estado de espíritu no puede mantenerse indefinidamente, FB) pero que aquí se desplegó en un muy distinto contexto. Un inverosímil optimismo, una sistemática ceguera a la dureza acechante de la historia, al rigor de la competencia entre sociedades y naciones fue trasfundido a grandes oleadas a toda una colectividad, a la que se acostumbró al constante reclamo, a la que se aflojó hasta un ritmo de trabajo propio de tiempos idílicos, a la que se dotó de un sistema de seguridad social cuyo costo respecto a la producción de la que tiene que salir, del aporte de los activos de la que ha de ser extraído, nadie se atreve ya a decir que, absoluta o comparativamente, no sea desmedido. Una colectividad, en suma, a la que se hizo creer que tras el éxito de los primeros esfuerzos , la plenitud del reino, y sus “añadiduras”, habían llegado.
En su terminología de las etapas de desarrollo, Walt Rostow opinó tras un rápido conocimiento del Uruguay que éramos una sociedad que había pasado sin etapas del “take off”, del “demarrage” o del impulso del crecimiento inicial a la del “alto consumo de masas”. (Que a veces se llama, con un leve dejo peyorativo, “sociedad de consumo”, pues con ello se indica que la gente se preocupa casi exclusivamente en consumir, y que otros valores de la vida humana han quedado de lado, FB) Traducido a cualquier otra terminología el diagnóstico sigue siendo exacto. Y aun otra cosa podría resultar más grave: una sociedad a la que se estancó en una suerte de radicalismo verbal básicamente conservador y a la que se limó de toda energía revolucionaria incómoda, trabajosa, dura al fin, haciéndole creer que con algunas elecciones ganadas, algún impuesto más, algunas medidas legislativas los privilegios de los grupos superiores caerían al suelo como hojas secas y el feliz imperio de la igualdad sería alcanzado. No se necesita ser un revolucionario cabal para pensar que si en algún país el “evolucionismo” social ha tenido un sentido enervador, ese país es el Uruguay.
Culminado este proceso, hemos llegado a ser una sociedad económicamente estancada, políticamente enferma, éticamente átona. Podrá decirse, también, que civilmente sana y socialmente más equilibrada que muchas otras de su tipo pero las notas peyorativas son las dinámicas y éstas sólo pasivas y remanentes. Porque, globalmente (ya se trató de fundarlo) parecemos ineptos para la altura de los tiempos y sus implícitos desafíos.
No pretendo afirmar que entre este cuadro y el Batllismo la relación sea inequívoca. Puede defenderse aun ahora que el Batllismo no es el responsable de nuestra crisis porque no es “el único responsable”. Empero si todavía se le considera hipotéticamente actor único, podría alegarse dispensas que tendrían a su mano tres “porqués”.
Primero, porque completó de alguna manera una imagen del país y la consideró aceptable, juzgando, por ende, que no tenía razón de hacer “otra” cosa.
Segundo, porque, supuesto lo anterior, fueron factores supervinientes que la destruyeron y ya no estaba el Batllismo, por lo menos en su mejor “forma”, en su plenitud histórica para calafatearla o inventar otra nueva.
Tercero, porque (matizando la primera dispensa), cuando un movimiento político –como es caso del Batllismo- alcanza esa “imagen satisfactoria” se detiene y el esfuerzo por hacerla más veraz, cabal o profunda alteraría el cuadro y las estructuras alcanzadas. Ello hace que cuando es atacada esa imagen, o ésta se desdibuja, se plantee la duda de si el esfuerzo correlativo por devolverle su vigencia no hará correr demasiados riesgos a lo que, de alguna manera, se conserva, de algún modo sobrevive.
Sin embargo, de tener que escogerse entre una opción, podría resistir buena andanada de críticas, sostener que determinadas limitaciones internas, ciertas carencias y falibilidades fueron las que no le permitieron culminar su importante obra; las que de algún modo le impidieron darle perduración, hacerla resistente a todos los embates de descomposición que por tres décadas más sobrevendrían.
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